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La vida familiar en la escuela de la Sagrada Familia

Redacción (Viernes, 03-01-2014, Gaudium Press) ¿De qué se ocupaba la Sagrada Familia? ¿Qué hacían sus miembros en el día a día? Rezaban mucho y con toda el alma, trabajaban a consciencia, no tanto para atender a las necesidades cotidianas, como para glorificar a Dios, por la perfecta sumisión a su Ley; además de eso, amaban intensamente a Dios, que era el fin de todos sus pensamientos, de todos sus esfuerzos, de todas sus aspiraciones; se amaban todos mutuamente, con un amor lleno de desinterés y de abnegación; amaban a todos los hombres, próximos o distantes, cuya salvación era deseo de cada uno de los miembros de la Sagrada Familia.

¿De qué manera la familia humana puede aproximarse de ese ideal realizado por la Sagrada Familia? ¿De qué manera la oración -oración que era como la respiración normal de la Sagrada familia- recuperará su lugar en la familia humana? Pensemos en el gran número de familias que perdieron la fe; unas zozobraron en el materialismo y en la búsqueda de los gozos; otras, mantenidas todavía por un resto de ideal humano, se conservan en una actitud moral que muchas veces solo se inspira en el orgullo. De unas y de otras Dios está prácticamente excluido. Ni siquiera se dan el trabajo de negarlo: lo desconocen, lo que es mucho peor.

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Pensemos también en el considerable número de familias llamadas cristianas, así referidas porque sus miembros se sometieron a las formalidades del bautismo, de la primera Eucaristía, del matrimonio sacramental, de la sepultura religiosa, y que sin embargo perdieron la fe. En ellas nadie hay que se preocupe con la gloria de Dios, con la venida de su Reino, con la oración; si, casualmente, alguno de sus miembros es fiel a las prácticas religiosas, ¿en cuántas de esas familias subsiste la oración en común, expresión de un mismo espíritu, y de una aspiración colectiva? El individualismo, que es una plaga de los días actuales, invadió la vida espiritual, así como la vida social y familiar. «Cada uno para sí y por sí», es el lema inconsciente de la mayor parte de los hombres, y eso todavía en presencia de Dios. El dogma de la comunión de los santos parece ser apenas una desconocida parte del texto del Credo, sin aplicación práctica a la vida. Y, entretanto, ¿no prometió Nuestro Señor que donde dos almas se reuniesen para rezar en su nombre él allí estaría en medio de ellas?
Luego, volver a la vida en común es uno de los esfuerzos que se imponen a todos los cristianos. Por ventura no se esfuerza la Iglesia, para obtener los mismos fines, en despertar el sentido litúrgico entre los fieles para que se realice el pedido hecho por Nuestro Señor a su Padre celestial, «que todos sean uno».

Sin embargo, ¿cómo restaurar la oración en común -que fue el alma y la fuerza de la Sagrada Familia- en nuestra propia familia? Si es verdad, en relación a la sociedad temporal, que la familia es la célula social, así también lo es en relación a la sociedad espiritual, que es la Iglesia. Luego, es fundamental que por todos los medios que estén a nuestro alcance avivemos y alentemos el espíritu de familia, sin embargo no aquel que resulta de una asociación de intereses y de afectos y que se puede definir como «un egoísmo de muchos», sino el que era el de la singular familia de Nazaret, espíritu que une y funde las almas para ofrecerlas todas reunidas y con una misma aspiración a Dios, para la salvación de la totalidad de los hombres.

Cada uno debe pedir a Dios que haga revivir en todos los corazones ese espíritu de familia. Entretanto, como es bien sabido, Dios no nos concede su auxilio sino cuando, de nuestra parte, hacemos todos los esfuerzos posibles. Cuidemos, pues, al mismo tiempo en que rezamos, que renazca y se propague el verdadero espíritu cristiano de la familia a fin de que se sustenten y se desarrollen todas las instituciones espirituales y sociales que existen en torno de nosotros y que tienden a restaurar, a elevar y a reconstruir los hogares cristianos. Esas obras son los instrumentos que Dios pone a nuestra disposición y quiere que nos sirvamos de ellos. Busquemos, pues, conocerlas, para adherir a ellas, y recemos para que se conviertan en instrumentos cada día más perfectos del servicio de Dios.

Sin embargo no todas las ocupaciones de la Sagrada Familia consistían en rezar. Su vida era eminentemente activa, y cada uno de sus miembros trabajaba según su vocación: San José y Nuestro Señor trabajaban en el taller, del cual todos vivían; la Santísima Virgen cuidaba de las múltiples ocupaciones domésticas, que se imponían a toda madre de familia.

Por tanto, el caso de la Sagrada Familia era exactamente el de la inmensa mayoría de las familias actuales. Pero, como se ve con frecuencia, el trabajo es considerado como una pesada carga contra la cual se queja, buscando de ella librarse con el menor esfuerzo posible, pero en Nazaret era él recibido con gusto, como un medio de ser agradable a Dios.

Alguien objetará que, en muchas familias, se trabaja intensamente, ¿pero en esos casos no vemos como el trabajo absorbe todos los momentos, todos los pensamientos? Trabajar cada día más, para ganar más, a fin de satisfacer más ampliamente las necesidades siempre crecientes de la existencia: tal parece ser la única aspiración de un gran número de nuestros contemporáneos. Sin embargo aún así el trabajo corajudamente aceptado y cumplido no deja de ser considerado de una manera puramente humana y como un mal necesario. Para la Sagrada Familia, diferentemente, el trabajo era un bien precioso, por el cual daba sin cesar gracias a Dios, pues por él se rendía al Señor el homenaje de una entera y placentera obediencia. ¿Por acaso no fue Dios quien instituyó la ley del trabajo, a la que es obligado a todo ser humano? Al mismo tiempo los esfuerzos y las fatigas, los cuidados y las inquietudes -que todo trabajo comporta- eran a los ojos de la Sagrada Familia un sacrificio de suave olor que podía ser ofrecido a Dios en reparación por los pecados del mundo.

De esa forma, en Nazaret el trabajo tenía mucho menos por objeto la vida material, que también debía asegurar, cuanto la gloria de Dios, que había de promover. De ahí se concluye que se trabajaba con amor, con gozo, con una consciencia rigurosa. Aplanar una madera y barrer la humilde morada eran actos de amor que, a los ojos de Dios, podían ser tan santos como la más sublime contemplación, y que se podían hacer con el mismo fervor, con el mismo deseo absoluto de perfección.

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Si queremos que nuestra sociedad moderna no naufrague en la anarquía y en la rebelión, es imperioso guiarlas rumbo a esa concepción del trabajo, pues la labor soportada por necesidad suscita en el corazón del hombre el rencor, el odio y la rebeldía, y el trabajo animado apenas por el espíritu de lucha fomenta el egoísmo y el orgullo, que son el principio de la anarquía.

Esforcémonos, pues, para que la ley del trabajo sea, en todas las familias, comprendida y aceptada como la Ley de Dios. Así el trabajo se convertirá en otra oración, y no menos agradable a Dios. Entonces también recuperará, a los ojos de todos, su grandeza y su dignidad, y será nuevamente, para el hombre, una fuente de fuerza y de gozo.

Sin embargo no nos olvidemos que el trabajo es, y debe ser, el medio para que cada uno de nosotros asegure su vida material y la de sus familiares: en nuestra sociedad moderna, infelizmente no siempre es así. Dios quiere que nos ayudemos mutuamente, si queremos que él nos ayude. Luego, no nos alejemos de las obras sociales, que se esfuerzan en suavizar los desagradables efectos de ciertos desniveles y en asegurar a todos el mínimo de bienestar, sin el cual el hombre no es más que una pobre máquina, que anda ahogada bajo el esfuerzo. Más todavía, entremos todos en ese gran movimiento familiar que por sí solo podrá devolver a la familia su dignidad y su influencia social y, al mismo tiempo, ser el fundamento de su prosperidad material.

Para que se realicen esas grandes e indispensables reformas es necesario que se produzca en el seno de cada familia, y entre todas las familias, aquella unión de espíritus y de corazones que tienen su origen en la caridad, en el amor. Que entre los miembros de cada familia, y entre todas las familias, reine el amor. Es una de las intenciones de los esfuerzos y de los sacrificios que tenemos que ofrecer a Nuestro Señor en favor de la familia.

Y, en este punto, la Sagrada Familia nos muestra nuevamente el camino: que haya amor entre los que la componen, sin embargo no aquel sentimentalismo desordenado que impropiamente llamamos de amor cuando no es más que debilidad, si no es egoísmo.

Amar es querer bien a aquellos a quien amamos. ¿No consiste el bien de cada uno de nosotros cumplir la voluntad de Dios? Muy bien lo sabían los componentes de la Sagrada Familia, en Nazaret; sus corazones, a través de la ternura humana que los unía, tendían en primer lugar a ese fin supremo: hacer la voluntad de Dios. La autoridad, en San José, era firme y dulce, humildemente respetuosa para con los derechos de Dios. La obediencia de la Santísima Virgen a San José era completa, afectuosa y alegre, porque era como una manifestación palpable de la sumisión a la voluntad de Dios, y en nada disminuía la autoridad maternal, tan segura y tranquila que sabía ejercer sobre el hijo que el Señor le había confiado. Y, a su vez, el hijo, en la sumisión tan perfecta a los padres, en su docilidad de espíritu y de corazón a todas las enseñanzas que le daban, en su simplicidad y en su humildad daba pruebas antes que todo, de su amor al Padre Celestial, cuya voluntad reconocía en esa institución familiar y social, en cuyo seno había venido a encarnarse.

La familia cristiana debe, pues, buscar recuperar tal sentimiento de amor y de fidelidad a Dios, lo que la ayudará a seguir los pasos de la Sagrada Familia y, al mismo tiempo, asegurará entre todos sus miembros la unión de almas y de corazones, estableciendo entre ellos el amor.

Sin embargo la Sagrada Familia no se encerraba egoístamente en sí. En la ciudad de Nazaret era la providencia visible de todos los débiles, de todos los humildes. ¿Si las oraciones tan fervorosas de la Sagrada Familia, si su trabajo tan constante y tan perfecto era sin cesar ofrecido a Dios en espíritu de reparación por los pecados de los hombres y por la salvación de todos, era posible que ignorase a los que sufrían o estaban descarriados? El amor fraterno más compasivo y más solícito regulaba todas las relaciones de la Sagrada Familia con los que la cercaban.

Pidamos a Dios que avive, en el seno de todas las familias humanas, tal caridad fraterna. Dijimos, a propósito de la oración, que el individualismo domina en todas partes, en la sociedad, y el individualismo es la negación de toda verdadera caridad. Luego, no hay otro punto en el cual tengamos que insistir tanto en nuestras oraciones. Entretanto, evitemos contentarnos solo con oraciones, que serían vanas si nuestros actos no las acompañasen.

Sepamos dar ejemplo de ese amor, que queremos que reine en los corazones. Vamos a dar ese ejemplo en nuestra propia familia, practicando con amor todas las virtudes familiares, e incluso fuera de casa, evitando con cuidado todas las críticas, todas las murmuraciones, que con tanta frecuencia son causa de divisiones entre las familias. Por el contrario, seamos pacíficos, seamos de aquellos que fomentan la paz, que dulcifican los espíritus, que extinguen las desavenencias y que aproximan los corazones. Para eso, ¿qué mejor medio hay a no ser establecer en todos los individuos y entre todas las familias un punto de inteligencia, un principio de unión?

Aún desconocemos mucho la fuerza y la eficacia del principio de asociación. Actuamos separadamente, y, de esta forma, nuestras mejores intenciones se reducen a la impotencia. Promovamos pues, en nosotros, y propaguemos en torno de nosotros, ese importante espíritu de asociación que es -no nos olvidemos- el mismo espíritu de la religión y la esencia del catolicismo. No tengamos recelo de asociarnos a todos los esfuerzos sinceros. Nunca digamos, en presencia de una obra cristiana que tiende a la unión, al esfuerzo común, que «eso no me interesa». Y, en aquellas obras de las cuales hacemos parte, no busquemos tanto el provecho propio que podemos tirar, como lo que a ellas podemos acrecentar, lo que podemos dar de nosotros mismos.

Tal ha de ser nuestro programa de oración y de acción. Tomemos eso muy en serio. La institución familiar está en peligro, y con ella toda la sociedad. Tal vez dependa de nosotros, del fervor de nuestras oraciones, de la sinceridad y de la intensidad de nuestros esfuerzos, que Dios se compadezca de las necesidades apremiantes de nuestra tan perturbada época. Por 10 justos promete Dios perdonar a Sodoma y Gomorra: ¿qué no concederá entonces a quien, no contentándose con apenas rezar, se esfuerza en realizar en sí propio, y en los que lo cercan, aquello que pide?

Sepamos rezar, trabajar y amar, según lo que fue expuesto, y sin duda alguna Dios concederá a la familia las gracias eficaces que podrán salvarla.

(Adaptado del texto de J. Viollet, in Repertorio Universal del Predicador, tomo XIX, pag. 191-196, Editorial Litúrgica Española, Barcelona, 1933).

 

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