miércoles, 27 de noviembre de 2024
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La caverna de Platón, esa que termina siendo no tan tenebrosa pues conduce a la Luz

Redacción (Martes, 06-05-2014, Gaudium Press) Fue en La República, exactamente en su Libro VII, donde Platón dibujó la tal vez más conocida e importante alegoría que registra la historia de la Filosofía, el Mito de la Caverna.

‘Grosso Modo’, imagina el que consideramos Padre de la Metafísica una cueva en la cuál se hallan unos hombres encadenados por cuello y piernas, quienes sólo pueden mirar adelante, hacia la pared de fondo de esta caverna, y así lo ha sido desde que eran niños. Detrás de ellos hay un muro, después un pasillo elevado y luego una hoguera y la entrada de la caverna.

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Ilustración que representa el Mito de la Caverna – Foto: Wikipedia

Por el pasillo elevado caminan otros hombres que portan diversos objetos, elementos los cuáles iluminados por la hoguera, se proyectan sobre la pared de fondo, aquella única que puede ser observada por los pobres prisioneros encadenados. Ellos, por lo tanto, «no tendrán por real ninguna otra cosa más que las sombras de los objetos fabricados».

Pero si uno de estos prisioneros fuera desatado de sus cadenas y comenzara a recorrer la caverna, después de un tiempo entendería que lo que estaba viendo no eran más que sombras. Y si después de acostumbrarse a la visión de los objetos portados por los hombres y a la luz de la hoguera, fuese sacado de la caverna, vería la multitud de cosas que «hay arriba» y finalmente después de un tiempo hasta podría contemplar el sol que todo lo ilumina.

Ese camino de ‘liberación’ hacia la superficie de la tierra, es comparado por Platón «con la ascensión del alma hasta la región inteligible», y el sol es la representación de la «idea del bien» absoluto, que «una vez percibida, hay que colegir que ella es la causa de todo lo recto y lo bello que hay en todas las cosas; que, mientras en el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ésta [el sol real], en el inteligible es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento». Una muy sugestiva y didáctica historia, algo simplemente genial que es punto de partida para múltiples disquisiciones epistemológicas, para la pedagogía, hasta incluso para tratados de política.

Llegados hasta aquí, no comprendemos por qué al gran Platón se le ocurrió darle vida propia y autónoma a los «Inteligibles» -unas ideas eternas que viven en su mundo propio, la «región inteligible», el Mundo de las Ideas- si aquí en la Alegoría de la Caverna estaba tan cerca de colocar esos inteligibles en el Bien, idea que en varios de sus escritos se puede asimilar a Dios. Tal vez simplemente el pensamiento humano estaba en una etapa previa del camino que lo conduciría a una concepción racional más completa de lo que es el Autor del Universo.

No obstante, esa noción ya más actual de que las cosas que nuestros sentidos perciben no son sino «sombras» de las ideas de Dios -conocimiento éste que ya se esboza en la mencionada metáfora del filósofo griego- es sencillamente superlativa, y de una utilidad colosal. Miremos por qué.

Toda la psicología del hombre -a quien nada lo sacia- pide al Infinito, tiene sed inagotable de lo Imperecedero, de la Plenitud total; el ser del hombre reclama desde su más íntimo al Absoluto. En el bello decir de San Agustín, el hombre solo descansará cuando descanse en Dios. ¿Y cuándo será eso? ¿Solamente en el instante en que nuestros ojos se cierren a esta vida para abrirse a la eternidad?

No. Quien sabe ver en las «sombras» proyectadas en la «pared de la caverna» los «objetos» que les dan vida, es decir, quien comprende que toda realidad, particularmente las más bellas, no son sino participaciones del Ser Divino, ese ya va encontrando a Dios en esta tierra, va calmando su sed de infinito y se va preparando para la eternidad.

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Castillo de Chenonceux – Foto: Wikimedia.org

Los bellos elementos que nos aporta el universo, no son sino lentes para mirar a Dios. Hace mal quien pone su punto de llegada en un ser creado. Pero hace bien quien lo toma como viento ascendente hacia el Creador. Y el hombre, a imitación de Aquel que creó los diamantes y las cascadas, los atardeceres y las aves del paraíso, debe producir en recto arte bellos elementos que también le sirvan de escalera hasta Dios.

Sí, es importante la materia, pues también en algo somos materia, y hasta Dios mismo quiso tener «materia»: la humanidad bellísima y perfectísima de Cristo es también un gigantesco regalo del Creador al hombre, para que primero con sus ojos del cuerpo, y a partir de ahí con los ojos del alma, pudiese ir llegando con cuerpo y alma hasta el vestíbulo de la eternidad. Y además de todo el universo, Dios nos dio la gracia, la Iglesia, los sacramentos, puentes hacia Dios.

Fue ese el camino que en esta tierra recorrió el santo hijo de Mónica, evidenciado ese bello día cuando exclamó:

¡Tarde te amé,
hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé!
Y ves que tú estabas dentro de mí y yo fuera,
Y por fuera te buscaba;
Y deforme como era,
Me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste.
Tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo.
Me retenían lejos de ti aquellas cosas
Que, si no estuviesen en ti, no serían.
Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera:
Brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera;
Exhalaste tu perfume y respiré,
Y suspiro por ti;
Gusté de ti, y siento hambre y sed;
Me tocaste y me abrasé en tu paz.

Por Saúl Castiblanco

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