miércoles, 27 de noviembre de 2024
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La admiración, la mezquindad y la envidia: entre lo perfumado y lo poco

Redacción (Lunes, 30-12-2013, Gaudium Press) La admiración es un gran secreto, propio a muchos grandes hombres. Por el contrario, la mezquindad y la envidia lamentablemente es moneda común, circula mucho.

Mezquino es aquel que solo se importa con sus propios intereses, y por tanto ve reducida su alma al tamaño de una pequeña personalidad que no sale de sí. El envidioso es aquel que siente un cierto dolor con la grandeza ajena. No se sabe que es peor.

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El admirativo es por el contrario alguien «educado» con relación a Dios. En efecto, Dios nos envió un gran mensaje, a través del libro abierto de la Creación, donde escribió con caracteres magníficos, las loas y los reflejos de sus perfecciones, de sus bondades y sus dulzuras. Decimos entonces que el hombre admirativo es educado porque sí responde al mensaje de Dios.

La admiración es también un tipo de oración. «Quien no reza se condena», dice el príncipe de los moralistas el Ligorio. Es claro, porque «la relación con Dios es esencial en nuestra vida», según recordaba Benedicto XVI comentando al mismo San Alfonso.

Pero quien contempla las maravillas que Dios puso en su Creación también entra en relación con Él, pues fue Él mismo el que las escribió. Por tanto, quien no admira, renuncia a un tipo especial de relación con Dios.

Por lo demás, quien admira vive en la alegría. Cuántas cosas lindas hay para alegrar la vida, siempre y cuando ellas se reporten al Creador. Es un rostro que refleja inteligencia, o es un rasgo que manifiesta la elocuencia. Podrá ser una sencilla pajilla mecida por el viento, que abanica con la elegancia de una duquesa. O el ágil correr de una ardilla, inocente, cándida pero cuando necesario también fiera, protegiéndose con su baldaquinada cola, mientras educada come una castaña, siempre alerta.

O el mensaje que Dios trae con sus cielos variados y multicolores, con sus atardeceres de esplendor, con sus auroras de pureza. O el mar… O las montañas…

¡Cuántas cosas por admirar, oh mi Dios! Oye tú, mezquino u orgulloso, no te angusties por entero, pues tienes el remedio a tu alcance: sal de ti, rompe el cascarón de tu egoísmo que te aprisiona, y sumérgete desinteresado en esa Gran Participación de Dios, que son las maravillas del Universo Creado. Y después de sentir el Gaudium de la Admiración del Orden del Universo, verás cómo es fácil pero necesario, juntar las palmas y elevar una oración al Autor del cielo.

¿Y cuál es el secreto? El secreto es que quien admira va creciendo, en la amplia proporción de los reflejos divinos del Creador.

Por Saúl Castiblanco

 

 

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