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Cuando Dios se vistió del amor de los hombres

Redacción (Domingo, 22-12-2013, Gaudium Press)

«El Creador que tiene todo en sus manos, del que todos nosotros dependemos, se hace pequeño y necesitado del amor humano».
Benedicto XVI, Homilía de Nochebuena, 2008.

Ya habrían pasado unos novecientos años después de que el profeta Elías había descubierto la presencia de Dios no en la tormenta, ni en el poder del terremoto, sino en una brisa suave y apacible cuando acudió al encuentro del Señor en el monte Horeb. En el corazón de Belén, Dios, Creador del universo, Todopoderoso, el Señor de los Ejércitos, descendía al encuentro del hombre. Pudo elegir llegar con la música celestial del coro de los ángeles, vestido de gloria y majestad. Pudo revelarse con el poder para regirlo todo y atraer de manera irresistible a la totalidad del género humano a sus pies. Pero en la noche de Navidad, nuevamente Dios no estaba en la tormenta, ni en el terremoto. El Señor se hacía visible a los ojos de los hombres pequeño, desnudo e indefenso.

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Vitral en la iglesia de Sato Tomás en Excideui, Francia. Foto: Steve Day.

El misterio de la Encarnación de Dios está revestido de silencio. El arcángel ya había anunciado a la Santísima Virgen el extraordianrio privilegio de su elección como Madre del Mesías con una perfecta discresión. San José, su esposo, también recibió la explicación del milagro en sueños, en medio del silencio de Santa María y el propio silencio con que pretendía repudiarla. La Sagrada Familia había llegado a Belén sin anuncio alguno, sin preparativos dignos de la presencia real de Cristo entre los hombres. Y, finalmente, la siempre Bienaventurada encontró refugio en una cueva, en el silencio de las entrañas de la tierra, para dar a luz la Luz verdadera que ilumina a todo hombre.

Dios se presenta pequeño, dependiente, necesitado del hombre. El pueblo elegido recibía a su Rey y su Libertador, quien venía a gobernar a todos los pueblos con justicia, el nombre sobre todo nombre, ante quien toda rodilla se dobla. Pero Dios, el Amor, parecía necesitar del amor de los humanos. El amor de una Madre que lo alimentara y le diera abrigo. El amor de un padre adoptivo que lo protegiera y trabajara con esfuerzo para proveer sus necesidades. El amor de los pastores y los reyes que con corazón puro venían a adorarlo y a regalarle lo mejor en sus obsequios, ricos o sencillos.

El Papa Benedicto XVI, en su homilía de Nochebuena de 2008, recordó el pensamiento del teólogo Guillermo de S. Thierry, quien en el siglo XII retrató esta particular revelacion del Todopoderoso: «Dios ha elegido una nueva vía. Se ha hecho un niño. Se ha hecho dependiente y débil, necesitado de nuestro amor. Ahora -dice ese Dios que se ha hecho niño- ya no podéis tener miedo de mí, ya sólo podéis amarme».

Ese ciertamente parece ser el mensaje del Divino Infante cuando nos inclinamos ante su presencia en la noche de Navidad. El Niño, un pequeño bebé, se deja cargar en nuestros brazos débiles, busca las caricias de nuestras manos indignas. El Dios que sostiene la creación entera se muestra como la más pequeña de sus creaturas y sin recurrir a la irresistible fuerza que doblegaría al instante cualquier voluntad, seduce al alma humana y la gana para sí por la fuerza de su belleza pura, de su encanto.

El Cardenal Timothy Dolan, Arzobispo de Nueva York, relataba en su libro «La Verdadera Libertad» cómo los niños recién nacidos rompen por completo la pesada cadena del egoísmo humano: «Nada cambia la vida tanto como un bebé; nada transforma más del egoísmo a la entrega desinteresada como lo hace un bebé, nada nos llama de nuestra narcisista auto absorción en un universo de uno a un mundo de solidaridad como lo hace un bebé», describía el Purpurado. «»Esta nueva vida, tan inocente y tan extremadamente dependiente de los otros, es el catalizador perfecto para mover a una pareja a darse de sí mismos de una manera completa a otro».

En el plan de salvación trazado por Dios, el rostro del Niño en el pesebre de Belén contenía una lección fundamental. El misterio insondable de la divinidad se hizo visible, palpable, evidente a los sentidos humanos. Pero más aún. Se hizo amable, entrañable. En la desnudez del nacimiento de Jesucristo, Dios eligió vestirse del amor de los hombres.

Gaudium Press / Miguel Farías.

 

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