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¿Cuál es la misión de los Obispos en la Iglesia?

Redacción (Miércoles, 12-09-2012, Gaudium Press) Estando cierta vez en una ciudad provincial de España, me deparé con una escena simple, pero inolvidable. Estaba yo en mi cuarto cuando el ruido provocado por campanas y un murmullo de voz humana eran traídos por la suave brisa de la tarde.

Al asomarme a la ventana del cuarto, vi que un rebaño de cerca de 40 ovejas se apiñaba junto al pastor que desde lo alto de su púlpito, una piedra de la colina, conversaba con ellas. Una, pequeñita, estaba en su hombro, parecía herida. La otra la acariciaba con la mano. Otra recibía una reprimenda por haberse alejado imprudentemente del rebaño colocándose al alcance de los lobos españoles. A todas trataba el pastor con el nombre y las ovejas, como si poseyeran inteligencia, escuchaban con avidez las palabras del buen campesino.

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«Yo soy el buen pastor. Conozco mis ovejas
y ellas me conocen. Por ellas doy mi vida»
(Jn 10, 14.15).

Esta escena, rara en nuestro ambiente urbano, pero tan antigua como el mundo, es una imagen de la función de los obispos en la Iglesia, prefigura por el Divino Maestro.

«Yo soy el buen pastor. Conozco mis ovejas y ellas me conocen. Por ellas doy mi vida» (Jn 10, 14.15). En este pasaje de la escritura, vemos a Nuestro Señor presentarse como el perfecto pastor, capaz de ir al encuentro de una sola oveja que se haya descarriado del rebaño, al punto de, si es preciso, dar su propia vida. Hecho que se dio realmente al consumar su pasión en el Calvario. Por su muerte, redimió a todos los hombres, salvándolos de la culpa original, y abriéndoles las puertas del Cielo [1].

Notamos, además, por esta narración hecha por el evangelista, un especial afecto y predilección para con la función de pastor entre los hombres. De ella se valió el Divino Maestro para simbolizar de una manera insuperable, su celo y amor por todos los hombres [2]. Y este oficio, el Pastor Eterno lo quiso confiar a San Pedro, constituyéndolo pastor y jefe de la Iglesia Universal, diciéndole después de su resurrección: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21, 15-17). Con estas palabras, Nuestro Señor, además de reafirmar el poder del apóstol de unir y desunir en la tierra y en el cielo, le dio la completa autoridad sobre la Iglesia, pasando Su propia función de apacentarlas.

Además, como nos enseña el Concilio Vaticano II: «Así como permanece el ‘munus’ confiado por el Señor singularmente a Pedro, primero entre los Apóstoles, y que se debía transmitir a sus sucesores, del mismo modo permanece el ‘munus’ de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, el cual debe ser ejercido perpetuamente por la sagrada Orden de los Obispos». [3]

Y esto es de hecho, pues Aquel que eligió a San Pedro como cabeza y fundamento de la Iglesia, escogió algunos discípulos, dándoles el nombre de Apóstoles (Cf. Lc 6, 13). «Del mismo modo que la autoridad de Pedro es necesariamente perpetua en el Pontificado romano, también los Obispos, en su calidad de sucesores de los Apóstoles, son los herederos del poder ordinario de los apóstoles, de tal suerte que el orden episcopal forma parte de la constitución íntima de la Iglesia» [4]. «Por institución divina, los Obispos suceden a los Apóstoles, como pastores de la Iglesia; quien los oye, oye a Cristo; quien los desprecia, desprecia a Cristo y Aquel que envió a Cristo (cfr. Luc 10,16).» [5]

Siendo sucesores de los apóstoles, también pasan a formar parte del colegio apostólico. Del mismo modo que los apóstoles eran unidos a San Pedro, los Obispos están de igual forma unidos al Romano Pontífice, sucesor de San Pedro, de manera que, sin la autoridad y unión con el Vicario de Cristo, ese colegio episcopal pierde todo su poder [6].

Reuniéndose en concilios, este colegio episcopal guió al pueblo de Dios desde los primeros siglos de la cristiandad. Por él las verdades de la Fe son enseñadas; el rebaño de Cristo es orientado; los hombres reciben la luz para llegar a la plena santificación. En suma, a través de los Concilios, la nave de la Iglesia es guiada por los mares de la Historia con el fuerte impulso de la suave brisa del Espíritu Santo.

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«Los Obispos son los heraldos de la fe que para Dios conducen nuevos discípulos»

La misión de enseñar

Después de la resurrección milagrosa estando junto a los discípulos en el monte de los Olivos antes de ascender a los Cielos, Jesús con su voz indescriptible y adorable ordenó: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16,15); «Bautizadlas en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» (Mt 28,19) Con estas palabras, Jesús quiso dejar sellada para siempre la misión de los apóstoles, y sucesivamente, la de todos los obispos.

Según las palabras del Salvador, los Obispos, junto con los presbíteros y diáconos – sus colaboradores – tienen como deber principal anunciar con todo el empeño el Evangelio de Dios. Siendo dotados de la propia autoridad de Jesucristo, «los Obispos son los heraldos de la fe que para Dios conducen nuevos discípulos» [7]. Entretanto, la simple presencia de un sucesor de los apóstoles debe también ser un reflejo vivo de la palabra divina que anuncia, pues solo de esta forma hará brotar las semillas que alejan los errores. A ese propósito exhortaba San Pablo: «predica la palabra, insiste oportuna e importunamente, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y empeño de instruir. Sé prudente en todo, paciente en los sufrimientos, cumple la misión de predicador del Evangelio, conságrate a tu ministerio» (2 Tim 4,2.5).

Esa es la principal función para la cual todo Obispo se compromete: llevar, por el bien de sus súbditos, la misión pastoral evangelizadora sin interrupciones [8]. Los fieles, entretanto, deben estar de acuerdo con las enseñanzas de su pastor, pues ellos anuncian infaliblemente las doctrinas de Jesús, al estar en comunión con el Obispo de Roma. Por su sabiduría, sus personas se tornan sagradas delante de los fieles, los cuales deben manifestar respeto y veneración por estos hombres, testigos y reflejos vivos de la doctrina divina y católica.

La misión de santificar

«El Obispo y los presbíteros santifican la Iglesia con su oración y su trabajo, por medio del ministerio de la palabra y los sacramentos» [9]. Por estas dos formas, la Iglesia en su conjunto, es elevada a un más alto nivel de santidad. La buena administración de los sacramentos, y en especial la eucaristía -por la cual Cristo quiso perpetuar la memoria de su pasión- hace que las Gracias infinitas de Dios se difundan sobre el orbe, comprando por los méritos de Cristo, los beneficios para la salvación de la humanidad.

La misión de gobernar

Por su propia potestad sagrada venida desde los Apóstoles, los Obispos actúan como legados del Señor en sus iglesias particulares, trabajando de manera que todos sean enteramente unidos por medio del cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo [10]. Deben de este modo aconsejar, alertar y persuadir a su rebaño rumbo a la verdad y la santidad, a través, no solo de sus palabras, sino principalmente por sus ejemplos y virtudes.

En fin, el obispo jamás puede ofuscar su vista delante de la gran vocación que el Señor le dio, pero sí tener siempre presente el ejemplo del Buen pastor que vino al mundo para servir y no ser servido (Cf. Mt 20,28). Servicio que «para rescatar a esas ovejas confió a Pedro y a sus sucesores», [11] entregó su cuerpo, derramando por completo su preciosa sangre en la cruz.

En este sentido, así nos dice la encíclica Lumem Gentium: «Teniendo que prestar cuentas a Dios por sus almas (cfr. Hebr. 13,17), debe, con la oración, la predicación y todas las obras de caridad, tener cuidado tanto de ellos como de aquellos que todavía no pertenecen al único rebaño, los cuales él debe considerar como habiéndole sido confiados por el Señor». Siguiendo estas enseñanzas, el Obispo hará todo lo necesario «para que la gracia se torne copiosa entre muchos y redunde el sentimiento de gratitud, para gloria de Dios» (2 Cor 4,15).

Éste es el sentimiento y la compenetración que un católico debe poseer cuando se encuentra delante del Obispo diocesano, el Pastor de un innumerable rebaño.

Por Lucas Antonio Pinatti

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[1] Cf. S. Th. III, q. 49, a.5
[2] Cf. DIAS, João Clá. A maior felicidade. Arautos do Evangelho. São Paulo: Associação Arautos do Evangelho. n. 55, p.14.
[3] II Concílio do Vaticano, Const. dogm. Lumen Gentium, 20: AAS 57 (1965) 24.
[4] LeãoXIII. Carta Encicl. Satis cognitum, 29 jun. 1896: ASS 28 (1895-96)
[5] II Concílio do Vaticano, Const. dogm. Lumen Gentium.Opus cit.
[6] Cf. Idem. 22
[7] II Concílio do Vaticano, Const. dogm. Lumen Gentium, 25: AAS 57 (1965) 29.
[8] Cf. S. Th. II-II, q. 185, a. 5.
[9] FERNÁNDEZ, Luis Martínez. Diccionario teológico del Catecismo de la Iglesia Católica. B.A.C.:Madrid, 2004. p. 246.
[10] Oração moçarabe. PL 96, 759 B
[11] São João Crisóstomo. De sacerdotio II.

 

 

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