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La Eucaristía – Sacrificio

Redacción (Miércoles, 01-04-2015, Gaudium Press) Reproducimos a continuación una bella meditación eucarística, muy apropiada para este triduo pascual, que nos trae el Boletín Archidiocesano de la Adoración Noctura Española, en su edición de Abril -2015:

En la Cruz el Cuerpo y la sangre de Cristo se separaron totalmente: Jesús murió desangrado. No es una frase retórica decir que derramó hasta la última gota de su sangre. La lanza del soldado hizo brotar sangre… ¡y agua!

En la Institución histórica de la Eucaristía el pan y el vino se convirtieron separadamente en el Cuerpo y en la Sangre de Jesús (el pan, al principio de la cena; el vino, al final).

Quiso Jesús que nuestra celebración eucarística recordara visiblemente y repitiera ritualmente su Muerte y resurrección.

La Muerte se representa en la consagración por separado del Cuerpo y de la Sangre del Señor, que ritualmente aparecen separados como históricamente lo estuvieron en el Calvario.

Pero lo que se hace presente en el altar no es el cadáver de Jesús, tal como estuvo en el sepulcro de Viernes Santo a Domingo de Pascua; sino el Cuerpo y la sangre del Señor Resucitado, como están hoy inseparablemente unidos en el cielo.

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Ritualmente la Resurrección se visualiza en la ceremonia que precede a la Comunión, cuando el sacerdote sumerge en el Cáliz una partícula de la sagrada Forma, para indicar que el Cuerpo y la sangre consagrados están inseparablemente unidos en el Resucitado.

Así, pues, aunque ritualmente el Pan y el Vino se consagran separadamente, bajo cada una de las dos especies está Cristo íntegro: Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Y por eso la Iglesia ha sostenido siempre que, comulgando sólo bajo la especie de pan, los fieles reciben realmente a Cristo.

Los católicos creemos que la Eucaristía es verdadero sacrificio, en el que Cristo se ofrece al Padre, como lo hizo de una vez para siempre en la Cruz, a fin de aplicar a los hombres de todos los tiempos la remisión de los pecados y la renovada condición de hijos de Dios, que nos hace acreedores a la herencia eterna.

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