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¿Seguirá esta civilización el camino del hijo pródigo?

Redacción (Jueves, 07-05-2015, Gaudium Press) La gran tentación del hombre siempre será el naturalismo, esa fina punta del orgullo que nos lleva a olvidar a Dios y la necesidad que tenemos de su auxilio.

Vamos caminando por la vida, sufrimos, aprendemos, sobrevivimos, seguimos luchando, pero con frecuencia creemos que todo lo operado solo se debe a nuestros esfuerzos, a nuestras capacidades, y nos olvidamos que la primera fuerza motriz del universo es el Creador. Creemos que ayuda mucho, en la conservación de este equivocado estado de espíritu, el ritmo agitado de nuestros días, que impide la sana reflexión, la meditación, la contemplación, pues éstas requieren la serenidad, cierta calma, el dominio de sí mismos.

Porque si en lugar de estar mirando al raudo suelo, o si en vez de dejarnos envolver por el torbellino de primarias y agitadas sensaciones, o por los deseos incontrolados y salvajes de nuestros apetitos orgullosos, p. ej. mirásemos con calma el cielo, no podríamos dejar de ver que ese maravilloso conjunto ordenado de nubes, de colores, de estrellas, de lunas y sol resplandeciente, no puede haber surgido del acaso. Es imposible que por lo menos allá en el subconsciente una voz suave pero firme no nos diga que eso tan bello debe tener un Hacedor.

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Muchas de estas selvas de concreto llamadas ciudades modernas realmente obstaculizan algo que antiguamente era más fácil, la contemplación de la naturaleza, y con ello el hallazgo y la contemplación del Autor de la naturaleza. Es más fácil en el campo ver un atardecer; hay más tiempo, hay más facilidad allí de entrar en contacto con la belleza de un ocaso o con el alba, pero sobre todo hay más ‘espacio mental’, hay ritmos más humanamente apropiados para la meditación. Para descansar en Dios.

Y si al comprar un reloj, es imposible que en el fondo de nuestras mentes no aparezca la representación de su diseñador, y de los obreros que lo tornaron realidad, ¿por qué no es tan evidente que ese ‘aparato’ incomparablemente más complejo llamado ser humano solo pueda tener su origen en una inteligencia infinita, que todo lo sabe, que todo lo guía hacia un fin superior? Un robot tiene que ser creado e ideado por hombres, ¿pero el ser humano sí puede ser fruto del acaso, o del caos? Es algo que es sólo parar un poco, y meditar, que fácilmente se alcanza la existencia de Dios. Pero he aquí eso tan difícil en nuestros días: para un poco, meditar.

Sin embargo, ¿cómo llegar de la existencia de Dios a la necesidad de Dios? Normalmente es preciso, para que el hombre asuma como una de sus banderas esta necesidad, que sienta que sus fuerzas no son suficientes, que sus recursos son exiguos para llevar adelante el combate de esta vida. Pero he aquí otro problema en esta sociedad materialista, facilista y atea. ¿Necesita luz? Oprima el botón, sin mucho esfuerzo. ¿Necesita café? Oprima el botón. ¿Necesita comunicarse con alguien a miles de kilómetros de distancia? Oprima un botón, o una serie no muy larga de botones. ¿Necesita realizar una investigación? Acceda a un aparato de fáciles botones digitales. Parecería que podemos vivir sin Dios. Pero, ¿realmente podemos?

Resulta que el hombre no quiere sólo satisfacer sus necesidades físicas, que por naturaleza son limitadas. No. Su espíritu ansía el infinito y sólo descansa con el infinito, aunque no sea consciente de ello. Y no hay botones que proporcionen el infinito, sólo Dios. Entonces, tenemos que hoy son cada vez más los hombres desengañados de la ilusión que la sociedad de consumo satisfaría todas su apetencias por entero. Pero lamentablemente en lugar de buscar a Dios, son muchos los que intentan hallar el infinito que los satisfaga en los vicios, en las sensaciones extremas, incluso hoy por hoy en la violencia loca y destructora.

Entretanto, ahí sigue presente la Iglesia, que es puerta de entrada al cielo, esposa mística de Dios. Ahí están sus sacramentos, su liturgia, su doctrina, sus construcciones, allí se encuentra ella, más materna y más paterna que el digno y bondadoso padre del hijo pródigo de la parábola. Ella nos explica lo que es la vida, nos acerca a la doctrina de Dios y nos da al propio Dios. Ella cura nuestras heridas, nos hace sentir la mano suave que acaricia, el ósculo que conforta, el gesto que perdona, ella ofrece la pura bebida que restaura. Ella perdona en nombre de Dios nuestros pecados sin restricción alguna; sólo demanda nuestro arrepentimiento. Ella sacia nuestra sed de infinito, y nos promete el infinito con la felicidad infinita, si seguimos sus dictámenes.

Creemos que cada vez más estamos viviendo, a nivel de civilización, la situación del hijo pródigo. Ojalá esta humanidad no termine en la desesperación loca, en la que no halla ya sentido para nada, sino que siga la senda finalmente feliz del hijo pródigo de la parábola de Jesús.

Por Saúl Castiblanco

 

 

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