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Historia de una flor

Redacción (Jueves, 22-01-2015, Gaudium Press) Azucenas parece que hay por toda la tierra, nacen y crecen en diferentes climas, regiones y temporadas del año. Son conocidas también como lirios o flor de lis. Lo más bello de ellas ya fue dicho: Mt 6, 25-34.
Efectivamente, no trabajan, no hilan, no tejen pero ni Salomón se vistió como una de ellas. Las hay de varios tipos, familias, géneros y especies, incluso de muchos colores predominando el blanco. Un blanco característico que algunos pintores demandan en las tiendas de tintas para su arte como: «Un blanco azucena, por favor».

¡Qué flor! Ninguna otra mereció ese sublime y maravilloso comentario del Señor cuando nos convidó a no preocuparnos tanto por la ropa y el vestido. Salomón de verdad debió vestir con una magnificencia y buen gusto que ojalá volvamos a ver aquí en la tierra después de que pase el pauperismo que se instaló en la moda de nuestros días. Pero al menos hoy la amorosa frase de Jesús, nacida de lo más íntimo de su corazón en busca de nuestra conversión, nos deja en el alma un encanto inolvidable cada vez que notamos el color de las flores, su perfume y la textura del tejido milagroso de sus pétalos, a partir de lo cual podríamos imaginar las prendas de vestir en un mundo sin Pecado Original donde ellas tendrían naturalmente esas tres características y además una razonable resistencia al uso.

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Santa Mariana de Jesús Paredes

Pero de la casi infinita variedad de azucenas que según una ley biológica todavía en estudios, se multiplican por polinización natural y perfeccionan dando nuevas especies mejoradas y más resistentes cada cierto tiempo, la historia de la azucena de Quito es simplemente maravillosa. Con unas vetas rojo-sangre a lo largo de sus pétalos blancos, la azucena de Quito brotó en aquella ciudad hacia 1640 un día milagrosamente, y desde entonces figura en el catálogo de ellas con esa su característica tan especial.

Estando un día gravemente enferma la bella joven quiteña que murió a los 27 años de edad enclaustrada en el inmenso jardín interior de la casona familiar en el centro de la ciudad -la hoy Santa Mariana de Jesús Paredes y Flores, tuvo que ser sometida a una sangría para bajarle un poco la fiebre. A una de las empleadas del servicio doméstico que recogió la sangre le pareció normal depositarla en una matera que solamente tenía tierra porque la planta que había estado ahí algún día, ya se había secado. Al otro día, la joven estaba restablecida y un pequeño ramilletes de azucenas blancas teñidas con un bello color rojo había brotado en la vieja matera para maravillada sorpresa de la familia y los criados de la casa.

Si la Divina Providencia sigue su proceso creativo con leyes biológicas por Ella misma establecidas y reveladas al Padre Mendel en el siglo XIX, esta vez se valió de una intervención milagrosa que rompió lo establecido e impuso su santa voluntad con un bellísimo y novedoso regalo para la genética y leyes de la herencia. Así que la «azucena de Quito» no solamente es el tierno sobrenombre de santa Mariana sino una flor que conserva su natural aroma y también el de una bella historia para quienes todavía conservan la fe amorosa que nos hace ver la realidad del mundo más allá de lo que los simples ojos de la carne nos revela.

No fue para otra cosa que el testimonio de la vida de santa Marianita nos quedó representada en esta flor particular, la joven santa y bella penitente que ofreció tantos sacrificios personales por las almas; que meditaba seriamente conmovida la Pasión de Cristo pero que a la vez cantaba rasgando su guitarra española melodiosamente en medio de una serena alegría como la de los auténticos santos de Dios.

Por Antonio Borda

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