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La eficacia del ministerio sacerdotal

Redacción (Lunes, 22-10-2012, Gaudium Press) Resalta el Abad Chautard que a un sacerdote santo corresponde un pueblo fervoroso; a un sacerdote fervoroso, un pueblo piadoso; a un sacerdote piadoso, un pueblo honesto; a un sacerdote honesto, un pueblo impío. [1] Grande es, pues, el papel de la virtud del ministro, para el éxito de su ministerio.

En lo que respecta a la aplicación del valor de la Santa Misa, con finalidad propiciatoria, es que se puede hablar de su eficacia subjetiva, dependiente de las disposiciones de quien la celebra y de aquellos a los cuales ella es aplicada, como explica Santo Tomás:

En la satisfacción se atiende más a la disposición de quien ofrece que a la cantidad de la ofrenda. Por eso, el Señor observó, respecto a la viuda que ofrecía dos moneditas, que ella «depositó más que todos los otros». Aunque la ofrenda de la Eucaristía, cuanto a su cantidad, sea suficiente para satisfacer por toda la pena, con todo ella tiene valor de satisfacción para quien ella es ofrecida o para quien la ofrece, conforme la medida de su devoción, y no por la pena entera. [2]

5.jpgRespecto a este trecho del Doctor Angélico, Robert Raulin hace el siguiente comentario: «Sería perniciosa ilusión creer que el ofertante está dispensado del fervor, con el pretexto de que Cristo, ofreciéndose en la Misa, satisfizo plenamente por todos los pecados del mundo». [3]

Otro argumento, todavía, presenta el Aquinate, para vincular la eficacia de la Eucaristía a la devoción de los que se benefician del valor infinito de este augusto Sacramento:

La Pasión de Cristo trae provecho a todos para la remisión de la culpa, la obtención de la gracia y la gloria, pero el efecto solo es producido en aquellos que se unen a la Pasión de Cristo por la fe y caridad. Así, también este Sacrificio, que es el memorial de la Pasión del Señor, solo produce efecto en aquellos que se unen a este Sacramento por la fe y caridad. […] Aprovechan, entretanto, más o menos, según la medida de su devoción. [4]

La especial obligación de los sacerdotes de trillar el camino de la santidad es reafirmada en el decreto Presbyterorum ordinis: «Están, sin embargo, obligados por especial razón, a buscar esa misma perfección visto que, consagrados de modo particular a Dios por la recepción del Orden, se tornaron instrumentos vivos del sacerdocio eterno de Cristo». [5] Y de su perfeccionamiento personal, enseña el mencionado documento conciliar, transcurrirá mayor o menor abundancia de frutos de su acción pastoral:

La santidad de los presbíteros mucho concurre para el desempeño fructuoso de su ministerio; aunque la gracia de Dios pueda realizar la obra de la salvación por ministros indignos, todavía, por ley ordinaria, prefiere Dios manifestar sus maravillas por medio de aquellos que, dóciles al impulso y dirección del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y santidad de vida, pueden decir con el Apóstol: «Si vivo, ya no soy yo, es Cristo que vive en mí» (Gl 2, 20). [6]

Ante esta realidad, el sacerdote tiene dos grandes deberes. Uno para consigo mismo y otro para con el pueblo, pues ambos se benefician de los frutos de la Santa Misa, especialmente el celebrante, conforme el grado de fervor o devoción. [7]

Según algunos teólogos, este fruto especialísimo de la Santa Misa, destinado al sacerdote, es mayor que el destinado a los demás participantes del Sacrificio Eucarístico, o a aquellos a los cuales se aplica su valor. Es en este manantial inagotable de la misericordia de Dios que cada ministro ordenado debe ir a buscar las mejores gracias para su santificación, así como la de aquellos que le están confiados:

Por causa del poder del Espíritu Santo, que por la unidad de la caridad comunica los bienes de los miembros de Cristo entre sí, sucede que el bien particular presente en la Misa de un buen sacerdote se torna fructuoso para otras personas. [8]

De esa manera, corresponderá él a la altísima dignidad de su ministerio, según decía el Santo Cura d’Ars:

Sin el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo colocó allí en aquel sagrario? El sacerdote. ¿Quién acogió vuestra alma en el primer momento del ingreso a la vida? El sacerdote. ¿Quién la alimenta para darle la fuerza de realizar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién ha de prepararla para comparecer delante de Dios, lavándola por la última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si ésta alma llega a morir [por el pecado], ¿quién la resucitará, quién le restituirá la serenidad y la paz? También el sacerdote. […] ¡Después de Dios, el sacerdote es todo! […] Él propio no se entenderá bien a sí mismo, sino en el Cielo. [9]

Por Mons. João Clá Dias, EP
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[1] Cf. CHAUTARD, OCSO, Jean-Baptiste. A Alma de todo o apostolado. Porto: Civilização, 2001, p. 34-35.
[2] S Th III, q. 79, a. 5, Resp.
[3] In: AQUINO, Santo Tomás de. Suma Teológica. São Paulo: Loyola, 2006, v. 9, p. 358.
[4] S Th III q. 79, a. 7, ad 2.
[5] PO, n. 12.
[6] Idem.
[7] Cf. ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología Moral para Seglares. Madrid: BAC, 1994, v. 2, p. 158.
[8] S Th III q. 82, a. 6, ad 3.
[9] Palabras de San Juan María Vianney, citadas por Benedicto XVI en la Carta de proclamación del Año Sacerdotal, 16 jun. 2009.

 

 

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