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El horroroso motor vibrátil y la guitarra del Concierto de Aranjuez

Redacción (Martes, 26-03-2019, Gaudium Press) Contemplar, entender, relacionar, buscar las analogías, la delicia espiritual. O «torcer», desear con frenesí un bien sensible, no pensar sino en él, en la forma como obtenerlo: dos caminos que se abren desde la más tierna infancia y que Plinio Corrêa de Oliveira definía como la gran encrucijada de la vida, que después dará el rumbo, hacia la virtud o hacia el pecado.

Afirmaba el Dr. Plinio que al entrar en contacto con un ser particularmente deleitable, es común que las apetencias del niño se sientan conmovidas y atraídas. Fue por ejemplo un helado que le gustó especialmente. Una fiesta de niños en la que participó el año anterior, en la que estuvo muy contento, y que lo incita con ansia a participar nuevamente. Etc. Y que en la perspectiva de su gozo, él siente otra vez vibrar su espíritu.

Pero que poco a poco ese infante puede ir trasformando su ser en una especie de máquina de vibraciones, que busca aquella cosa y sólo esa(s) cosa(s) que más lo haga(n) vibrar sensiblemente, incluso hasta el delirio, hasta el paroxismo. Y este se constituye el punto de desorden de toda una vida.

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En sentido no contrario, sino diverso, pero fundamental, imaginemos otro niño que entra en contacto incluso con el mismo objeto, sea este un rico helado de pistacho. Y en lugar de atragantarse con él se deleita con su olor pero sin agitación, prueba su rico sabor pero sin excitación, se encanta con el color y lo relaciona con otras cosas ‘pistacho’ que haya visto en su vida: es decir, contempla, entiende, también se deleita, pero también relaciona, busca las analogías, y en el fondo encuentra el reflejo de Dios en el helado. Este último chico también tiene un deleite, pero sobre todo espiritualizado.

Intentemos comparar los dos movimientos de alma con, por ejemplo, el tocar de una guitarra. El primero sería algo así como una música agitada, que tiene que golpear rudamente y rápidamente las cuerdas. El segundo no necesariamente es lento, pero sobre todo no es agitado. Es armónico. Puede tener unas notas fuertes. Puede incluso tener la fuerza del flamenco, pero nunca las rudimentarias cacofonías del rock. Puede ser tan ágil, tan ‘allegro’ o tan ‘adagio’ como un Concierto de Aranjuez, pero nunca tendrá los hoscos rugidos de un metal.

El primer chico, cuando lleguen las ondas tempestuosas de la concupiscencia en la adolescencia o pre-pubertad, no tendrá como resistir. La propia acción de la gracia chocará como la lluvia contra el metal de la máquina de hiper-vibraciones que él creó. Al segundo también lo tocarán esas espumas turbias y seductoras de la agitada mar, pero la gracia le mostrará que si se desliza por ese túnel, perderá las alegrías profundas de la contemplación blanca y dorada, que le daban una profunda alegría casi sin fin, que lo unían con el Creador.

En ese sentido, ¡que siniestro es el estilo Hollywood! Pues, por ejemplo, en las películas dichas de acción, la intención casi siempre exitosa del productor, es mantener al espectador pegado a la silla a la espera del próximo disparo, de la venidera explosión, del siguiente hiper-éxito o de la continua gran-gran sorpresa cualquiera que sea. Y con ello, apelan y alimentan la sed de vibración de la máquina de vibración que la gran mayoría ha creado, y la requintan, acaban la obra de enviciamiento vibrátil animal que viene desde la infancia.

Y con la hiper-vibración interna, viene el egoísmo. Y con el egoísmo el orgullo, el desenfreno pasional, la debacle.

Tal vez nuestras almas un día sean Concierto de Aranjuez y otro día aullidos de rock. Un día melodía de virtud, y otro cacofonía de ruido y horror. Pidamos pues a la Virgen, Reina de las gloriosas melodías y las dulces armonías, que restaure en nuestro espíritu el diapasón para gozar de los castos deleites que en el fondo conducen a Dios, y que expulse de nuestro interior el ruidoso motor vibrátil, fuente no de luz sino de oscuridad.

Por Saúl Castiblanco

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