Redacción (Viernes, 19-04-2019, Gaudium Press) Los movimientos de la psicología humana siempre serán un campo apasionante de estudio, pues es el hombre resumen de la Creación y el ser visible que más refleja a Dios. Y son también muy interesantes por que nos conciernen directamente.
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Profundicemos un poco más en un importante tema que veníamos tratando en notas pasadas (1) (2) y es la relación de la templanza con las verdaderas alegrías, y de la intemperancia como el origen del desorden dentro del alma y del vicio.
Habíamos dicho -tras las huellas de las enseñanzas de Plinio Corrêa de Oliveira- que cuando el niño abre sus sentidos al conocimiento del ser, este le atrae, siente que en el contacto con los seres que le rodean comenzará a saciar su instinto de perfección, el instinto de Absoluto, su instinto de infinitud que es el más poderoso de los instintos.
Al ver una bola con un color atrayente, dorado por ejemplo, se encantará, la contemplará, y en un movimiento natural incluso le otorgará a esa bola cualidades que aparentemente ella no tiene, la imaginará más perfecta, porque en el fondo está buscando la bola celestial, la bola absoluta, que es la bola que mejor reflejaría a Dios, que es detrás de Quien el niño va.
Contemplar un perro no lo obnubilaba… |
Pero no existen solo bolas de Navidad, hay también paisajes lindos, están sus padres, un juguete especial, el perrito mascota de la casa que tanto le encanta, un gustoso helado, etc. El niño tomaba contacto con los seres a la búsqueda de una plenitud, de Dios.
Entretanto, en determinado momento un rico helado de un sabor desconocido pero fuerte y muy placentero, hace que su sensibilidad vibre fuertemente. Luego, el recuerdo de ese helado permaneció intensamente en su mente, y casi que no pensaba en otra cosa sino en cuando comería nuevamente el helado, pedía a su madre que lo llevara a esa heladería cuanto antes, y después ya en la heladería no quería comer uno sino dos, o tres helados… Entraba así en su espíritu la intemperancia, la no templanza, el no dominio y el desbocamiento de su sensibilidad, el gusto por placeres sensibles que hicieran ‘hiper-vibrar’ su espíritu. Introducida la intemperancia, esa máquina loca esclavizaba al hombre a la búsqueda de más hiper-vibraciones, que le produjese más hiper-placeres, y poco a poco dejaba de admirar las múltiples maravillas que hay en la Creación, para sólo centrarse en sí, ni siquiera en los seres que le causaban la alta vibración sino en su máquina de hiper-vibración, creyendo que en la intensidad de la hiper-vibración había encontrado la plenitud que tanto ansiaba su instinto de perfección.
Había entrado el desorden, una agitación intemperante, una intemperancia agitada.
¿Pero qué era lo que el niño había abandonado?
El niño intemperante había abandonado una armonía de un conjunto de sensaciones no tan intensas, pero sensaciones cuyo conjunto armónico le causaban la plenitud deseada.
Él veía el perrito y se encantaba, probaba el helado de frambuesa y gustaba, veía el atardecer en el mar y sentía una agradable bocanada de aire fresco en su espíritu, pero partía de una delectación a otra no como quien lamenta haber perdido un millón de dólares, sino como quien se satisfizo calmamente con algo que estaba contemplando, a lo cual podrá volver más tarde, pero que no obnubiló su espíritu.
Era algo como escuchar una equilibrada música de Mozart, donde cada sensación era una nota no tan abrumadora, pero en la que el conjunto de las notas formaba un bello y excelente conjunto armónico, que ese sí, la síntesis de ese conjunto y no cada nota individual, causaba esa sensación de plenitud que el hombre ansía. Era una satisfacción con la síntesis, no con cada elemento particular considerado, porque al final de cuentas es en la síntesis de la visión de conjunto de la Creación que el hombre ve el reflejo perfecto de Dios, según explica Santo Tomás. Era una satisfacción con el conjunto formado por el perrito, por el atardecer, por el sereno helado de frambuesas, por la contemplación de las cualidades de sus padres, por la contemplación del conjunto de los seres y no la satisfacción loca e hiper-vibrátil del comer los diez helados de mascarpone.
Decía el Dr. Plinio, que lo anterior era lo que por ejemplo diferenciaba abismalmente el arte gótico del arte del renacimiento. Afirmaba que quien consideraba por ejemplo los elementos aislados de un portal gótico, los encontraría bonitos pero no encandilantes, pero que el conjunto de esos elementos reunidos armónicamente en una fachada sí causan el entusiasmo de la plenitud. En cambio el renacimiento carga cada elemento con harta intensidad, dificultando la visión de conjunto, y haciendo que los sentidos se sientan más atraídos al elemento que a la armonía de la composición. Se había roto un equilibrio. Se favorecía la intemperancia.
Desequilibrado el espíritu con la intemperancia -que daba una falsa sensación de plenitud, pasajera- no solo se había perdido el dominio del espíritu sobre su capacidad de sentir, sino que se había puesto un obstáculo a una trascendental comunicación de tipo místico que el Dr. Plinio llamaba ‘flash’. Ese será un tema de próxima nota.
Por Saúl Castiblanco
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