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San José, mártir de la grandeza

Redacción (Jueves, 19-03-2020, Gaudium Press) Ayer 19 de marzo, conmemoramos la fiesta de San José, Patrono de la Iglesia. Sería oportuno formar una idea de quien fue este glorioso Santo. De cara a la escasez de datos biográficos, precisamos considerar dos hechos inmensos: él fue el padre adoptivo del Niño Jesús y el esposo de Nuestra Señora.

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José, esposo de María

El esposo debe ser proporcional a la esposa. Ahora, ¿quién es Nuestra Señora?  Ella es, de lejos, la más perfecta de todas las criaturas, la obra prima del Altísimo. Si sumamos las virtudes de todos los ángeles, de todos los santos y de todos los hombres hasta el fin del mundo, no tendremos siquiera una pálida idea de la sublime perfección de la Madre de Dios.

Pero un hombre fue escogido entre todos para ser proporcional a esa excelsa criatura. Proporcional, naturalmente, por su amor de Dios, por su sabiduría, por su pureza, por su justicia, por todas las virtudes en fin. Ese hombre fue San José.

Padre adoptivo del Niño Jesús

Hay algo más insondable: el padre debe ser proporcional al hijo. Era preciso un hombre que cargase con toda dignidad la honra de ser padre adoptivo de Dios. Y hubo uno solo, creado especialmente para eso, con el alma adornada de todas las virtudes, enteramente a la altura de tan sublime misión. Ese hombre fue San José. 

José: dos proporciones insondables

Era proporcional a Jesucristo, era proporcional a su excelsa Madre. ¡Cuánta grandeza eso encierra! Es tal la desproporción con el resto de los hombres, que nosotros no podemos hacer idea. Es penetrar de tal manera en el alma santísima de Nuestra Señora, es tener tal intimidad con el Verbo Encarnado, que el vocabulario humano no encuentra palabras para expresar adecuadamente.

Se acostumbra representar, por ejemplo, a San Antonio de Padua con un libro y el Niño Jesús sentado en el libro. Y el santo embebecido, porque el Niño Jesús estuvo unos instantes en sus brazos. Y nosotros miramos admirados a San Antonio: ¡cómo él es feliz por haber sido distinguido por esa honra sin nombre!

Ahora, ¿cuántas veces San José tuvo en los brazos al Niño Jesús? Más aún: San José tuvo los labios suficientemente puros y la humildad suficientemente grande para hacer esa cosa formidable: ¡responder a Dios! Imaginemos la escena: el Niño Jesús para delante de él y dice: – «Le pido un consejo: ¿cómo debo hacer tal cosa?» Y el patrono de la Iglesia Universal, mera criatura, sabiendo que es de Dios el interrogante, ¡da el consejo!

Si le es posible, imagine, querido lector, un hombre que tuvo bastante sabiduría y pureza para gobernar a Dios y a la Virgen María. Entonces comprenderá la sublimidad de la virtud de San José.

Grandeza rechazada por los hombres

Hablamos de la grandeza de San José. ¿Cómo fue ella recibida por los hombres de su tiempo? Dice el Evangelio: «Y (María) dio a luz a su hijo primogénito, y lo enfajó y reclinó en un pesebre; porque no había lugar para ellos en el establo» (Lc. 2,7). La frase – «no había lugar para ellos en el establo» – encierra una verdad amarga: los hombres tienen una particular dificultad en recibir aquello que es grande -a fortiori lo que es divino- por causa de su mezquindad.

Pensamos, a veces, que los hombres se complacen en tratar con lo que es importante, alto, sublime. Es un gusto que existe, sí, pero apenas superficial y por interés. Los hombres no sienten gran atracción por la grandeza, sino por la mediocridad, particularmente si es una mezcla heterogénea de bien y mal, con un gusto más acentuado por el mal que por el bien. Hay una tendencia profunda en el hombre a lo trivial, a la banalidad, y que es al contrario de lo grandioso, lo sublime.

Entonces comprendemos por qué no había ganas de ceder lugar a la Sagrada Familia. No había lugar, especialmente porque Nuestra Señora debería conservar, al lado de un aspecto de excelsa bondad, un aire de gran majestad. Como San José debería mantener el mismo aspecto, era una pareja sumamente distinguida pero pobre. Está aquí la causa más profunda del rechazo. Aceptar la distinción con la riqueza, todavía pasa, pues la segunda hace perdonar la primera. Y el interés en conseguir dinero infunde unas ganas de halagar que hace las veces de respeto.

Pero cuando es una gran distinción, una virtud saliente que golpea las puertas, sobre todo si es pobre, entonces no hay lugar. Sin embargo, de ahí a cinco minutos es posible que surja una acomodación para un amigo mediocre o un rico que no posee sino dinero… ¡Acomodación que perfectamente podría haber sido negada a la Sagrada Familia!

¿Y si supiesen que Nuestra Señora estaba para dar a luz al Niño Jesús?

¿Y si ellos supiesen que Nuestra Señora estaba para dar a luz al Niño Jesús? – Tampoco recibirían. Es el caso de recordar aquí la famosa frase del escritor católico Donoso Cortés: «El espíritu humano tiene hambre de absurdo y de pecado».

El Niño Jesús era parecido con Nuestra Señora. Ella era la prefigura del Redentor. San José también se parecía con él. Aquella gente no quería a Nuestra Señora, ni a San José, ni al Niño. Apetecía lo bajo, lo vulgar o la riqueza. Resultado: ese es el primer rechazo del pueblo hebraico.

Es el primer momento en que Nuestro Señor ya está en la Tierra y que, por la voz de San José, golpea a las puertas de los hombres, siendo rechazado.

San José: Mártir de la grandeza de alma

San José -príncipe de la casa de David, príncipe de la familia real depuesta, decadente, pero que estaba en su apogeo porque de ella nacía el Esperado de las Naciones- ¡golpea a la puerta y es rechazado! Esta es, también su primera gloria. Él representaba algo que la vulgaridad, el espíritu prosaico de los judíos detestaba.

Se dio entonces el primer lance de su martirio: conducir a Nuestra Señora a una gruta, propia de animales, donde el Niño Jesús nació. Sobre esta primera gloria -negativa, por cierto- se acumularon muchas otras: la gloria de ser un hombre apagado, aunque se le debiese toda honra pública; la gloria de quien tomó sobre si todas las humillaciones, todas las ignominias, todo el peso del oprobio que había de caer sobre Nuestro Señor.

Él tuvo, desde el comienzo, la bienaventuranza especial de ser rechazado por amor a la justicia y porque poseía grandeza de alma. Es un aspecto olvidado, aunque saliente, de la fisionomía moral del Patrono de la Iglesia, cuya virtud es especialmente rechazada por el hombre contemporáneo, que nos induce a decir: San José, mártir de la grandeza, ¡rogad por nosotros!

Por Plinio Corrêa de Oliveira

(Extractos de artículo, en «Revista Arautos do Evangelho»)

 

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