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Contemplación y Acción – El ejemplo de Santo Tomás de Aquino

Redacción (Miércoles, 14-09-2011, Gaudium Press)

Génesis del concepto de contemplación

La palabra contemplación tiene su origen etimológico en la raíz latina templum (del griego temnein: para cortar o dividir). Está formada de cum, com, y templum, templo. Significa también examinar y considerar profunda y atentamente una cosa, sea espiritual, sea visible y material, mirar con determinación o complacencia a una persona.

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«Los griegos designaban la vida contemplativa como vida teórica, por oposición a la vida activa, o vida práctica»

En la filosofía griega la palabra contemplación era denominada teoría, por oposición a la praxis, o acción. Por eso, los griegos designaban la vida contemplativa como vida teórica, por oposición a la vida activa, o vida práctica. Algunos autores afirman que la etimología de la palabra «teoría» deriva de un verbo griego que significa ver; de este verbo es que se origina también el nombre Dios, que en griego se dice Teos, o «Aquel que ve». Con el tiempo, esta nomenclatura vino también a ser utilizada en la lengua latina, resultando decir que la vida teórica sería la vida contemplativa y la praxis, la vida activa.

Sin embargo, contemplar en el sentido teológico, y es de éste que trataremos, es según Santo Tomás (S. The. II, II, qq, 179-182) «la aplicación voluntaria del entendimiento a los dogmas sobre la divinidad con el deseo vivo de gozar de las grandes verdades en ellas contenidas» o de acuerdo con Tanquerey «una intuición o vista simple y afectuosa de Dios o de las cosas divinas.» Puede ser llamada también de contemplación adquirida cuando «es fruto de nuestra actividad auxiliada por la gracia; infusa, cuando, sobrepasando esta actividad, es obrada por Dios con nuestro consentimiento».

En cuanto al uso de la palabra «contemplación» en las Sagradas Escrituras, él propiamente no ocurre. Entretanto, «si la expresión no existe, la realidad es claramente descrita», especialmente en el Capítulo X del Evangelio de San Lucas:

Yendo ellos de viaje, entró Jesús a un pueblo; y una mujer, de nombre Marta, lo recibió en su casa. Tenía ésta una hermana llamada María, la cual, sentándose a los pies del Señor, oía su palabra. Marta, al contrario, andaba atareada con mucho servicio. Se detuvo, entonces, y dijo: «¿Señor, no te importa que mi hermana me haya dejado sola sirviendo? Dígale, pues, que me ayude». Pero el Señor le respondió: «Marta, Marta, te inquietas y te confundes con muchas cosas; pero una sola cosa es necesaria, y María escogió la mejor parte, que no le será sacada» (Lc 10, 38-42).

Entretanto, vale recordar que las primeras referencias sobre la importancia de la contemplación son anteriores al cristianismo. Se sabe que Platón trató de este tema, así como Aristóteles y Plotino. Pero, sobre todo en el siglo V con el inicio del monaquismo cristiano, es que la primacía de la contemplación sobre la acción fue más defendida, y tuvo como uno de sus principales exponentes un monje llamado Juan de Cassiano, el cual publicó una serie de 24 conferencias, que son un relato de las conversaciones tenidas entre él y los monjes que habitaban el desierto de Egipto respecto a diversos temas de la vida espiritual.

Estas conferencias fueron elogiadas por San Benito en su regla. Santo Domingo, el fundador de la Orden de los Predicadores, a la cual pertenecía Santo Tomás, se dedicó con especial empeño al estudio de estos textos. Tocco nos recuerda que el propio Aquinate, a imitación de su fundador, leía con frecuencia algunas páginas de las 24 Conferencias.

El actuar y el contemplar en la enseñanza de Santo Tomás

Diversos son los trechos de la obra de Santo Tomás donde él versa sobre la Contemplación, como el IV artículo del opúsculo De Magistro (temas Discutidos sobre la Verdad, XI) que tiene por título: «Si enseñar es acto de la vida contemplativa o activa». El Angélico también abordó este tema en sus Comentarios al III Libro de las Sentencias de Pedro Lombardo (Distinción XXV, Q. I, A. 2) cuando analizaba si la vida contemplativa consistía solamente en un acto de entendimiento. Sin embargo, fueron en las cuestiones 179 a 182 de la II- IIa, de la Suma Teológica, que él trató más ampliamente de esta temática.

Conviene recordar que, de acuerdo con Camello, cuando Santo Tomás escribía sobre la naturaleza activa o contemplativa de enseñanza, tenía bien presente la polémica suscitada por los maestros seculares de la Universidad de París, que discutían sobre la verdadera naturaleza de la enseñanza, y si el magisterio convenía solamente a los hombres de vida activa o también a aquellos de vida contemplativa, pues

se iba desarrollando un sordo conflicto entre profesores del clero secular y los maestros que provenían de las órdenes religiosas. ¿Qué se ha de preferir: la vida activa o la vida contemplativa? ¿A quién está reservada una y otra? ¿Enseñar es misión de activos o de contemplativos? No parece inadecuado que se piense en los desarrollos teóricos del conflicto político-universitario, como haciendo un telón de fondo para el texto de Santo Tomás.

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La supremacía de la contemplación se presenta como fundamental en el pensamiento de Santo Tomás

En el Doctor Angélico, la enseñanza y la predicación, la transmisión de aquello que se contempló pasará a formar parte de la vida contemplativa. El ideal de la vida cristiana será una vida en la cual lo contemplativo, movido por el dinamismo suscitado por la propia contemplación, es capaz de dejar «a Dios por Dios», o sea, para servirlo en los hermanos. La vida activa, en la concepción tomista, es ordenada para el bien del prójimo, siendo más perfectamente llevada a la luz de la contemplación cuando se busca la verdad suprema que es Dios.

Forment (2005) afirma que la supremacía de la contemplación se presenta como fundamental en el pensamiento de Santo Tomás. Su ideal de perfección se basa en la primacía de la contemplación sobre la acción, aunque reconociendo que esta última es necesaria, porque el hombre no es solo espíritu y debe adquirir su perfección como hombre.

Sin embargo, la acción no se revela como opuesta a la contemplación, sino que es un instrumento suyo, su preparación, o incluso uno de sus efectos. Por eso, Santo Tomás declara que cuando las necesidades nos llevan por un momento a dejar la contemplación, no quiere decir que debemos abandonarla por completo:

A veces, presionados por las necesidades, tenemos que dejar la contemplación para darnos a las obras de la vida activa; pero no de modo que debamos abandonar completamente la contemplación. Por eso dice Agustín: El amor de la verdad desea un santo reposo. Pero, la caridad, si es necesario, nos hace aceptar un justo trabajo, esto es, el de la vida activa. Si nadie, con todo, nos impone esta carga entreguémonos al estudio y la contemplación de la verdad. Pero, siéndonos ella impuesta, la caridad misma nos impone la necesidad de aceptarla. No por eso, entretanto, debemos abandonar del todo la dulce contemplación de la verdad, no sea que, privados de esta suavidad, sintamos la opresión de la necesidad. Por donde es claro que quien es llamado de la vida contemplativa a la activa, no sufre una sustracción, sino debe hacer antes una adición (q. 182 II-IIa, a.1).

Con base en esta comprensión de la contemplación, se entiende la defensa que el Angélico hace del ideal de vida inaugurado por Santo Domingo y continuado por los frailes Dominicos. Así, Santo Tomás citado por Velasco hablando de ese centro de la vida espiritual que es el amor, escribirá que:

En el amor se deben llevar en cuenta estos tres grados. Es a Dios a quien debemos amar por sí mismo. Pero hay muchos que con gusto y sin gran pesar se alejan de la contemplación de Dios, para seguir atrás de los negocios terrenales. En estos solo se torna presente un pequeño amor. Otros, en compensación, sienten en la contemplación de Dios una alegría tal que no pueden abandonar ni para ocuparse del servicio de Dios para la salvación del prójimo. Finalmente, hay otros que consiguen un grado tan alto de amor que, aunque sientan su alegría mayor en la contemplación de Dios, la dejan para servir a Dios en el cuidado por la salvación del prójimo. Esta fue la perfección de Pablo. Esta es la perfección propia de los prelados y predicadores.

Tomás «vivió la vida de un maestro y con toda la entrega que era capaz» afirma Pieper. En la Suma Contra los Gentiles se encuentra una discreta indicación de lo que él consideraba como la principal tarea de su vida, haciendo suyas las palabras de San Hilario: «Soy consciente de que el principal deber de mi vida para con Dios es esforzarme para que mis palabras y todos mis sentidos hablen de él». Aquella perfecta unión que había en Santo Tomás entre la vida de oración y la vida de estudio era «el secreto de su santidad»:

He aquí el secreto del singular esplendor de su magisterio. El magisterio – nos enseña él mismo – es una obra de la vida activa y es preciso confesar bien alto que a veces no se encuentran en él más que las cargas y los estorbos propios de la acción, se oculta también allí un peligro para la vida de espíritu, en la pesada revuelta de los conceptos que constituye la labor pedagógica y que está siempre expuesta, si no se la vigila constantemente, a hacerse material y mecánica. «Santo Tomás fue un profesor completo, porque fue más que un simple profesor, ya que en él el discurso descendía por entero de las simplísimas cumbres de la contemplación» (Maritain).

San Juan de la Cruz dice algo semejante cuando trata de aquellos que tienen la función de enseñar. Este autor afirma que la gran fuerza de quien es maestro no está propiamente en las palabras, sino en la vida interior, porque el enseñar es un ejercicio más espiritual que propiamente vocal, ya que aunque sea ejercido por medio de la palabra, no tendría verdadera fuerza ni eficacia si no viniese de la vida interior. San Juan de la Cruz (1984) concluye diciendo:

Por más alta que sea la doctrina, de sí no causa ordinariamente más provecho de lo que tenga de espíritu. Por eso que se dice: «Tal maestro, tal discípulo». Y es por eso que vemos generalmente, por lo menos tanto cuanto podemos juzgar en este mundo, que cuanto mejor es la vida (de los que enseñan), tanto mayor es el fruto que sacan; (en cuanto a los demás), aunque hayan dicho maravillas, en seguida son olvidados (Subida del Monte Carmelo; L. III, C. 45).

De esta forma es que se entiende mejor toda la eficacia de la enseñanza de Santo Tomás, pues de acuerdo con Grabmann (apud AMEAL, 1947, p. 130) «la figura científica de Santo Tomás no se puede separar de la grandeza ético-religiosa de su alma; en Tomás, no se puede comprender al investigador de la verdad sin el Santo». Para el Angélico, aunque la contemplación de Dios en esta vida sea imperfecta si comparada con la celestial, con todo, es más agradable que cualquier otra contemplación por causa de la excelencia del objeto contemplado, y citando Aristóteles, dice que:

Nuestras teorías son débiles relativamente a estas nobles y divinas substancias: pero, aunque lo que de ellas conocemos sea poco, entretanto, la elevación misma de este conocimiento nos causa un placer mayor que todo lo más que él pueda abarcar. Y lo mismo enseña Gregorio: «La vida contemplativa es muy amable y llena de dulzura, eleva el alma arriba de sí misma, nos abre los tesoros celestiales y torna patente el mundo espiritual a los ojos del alma» (II-IIa q.180 a.7).

Santo Tomás hace suyas las palabras de San Agustín, cuando éste explica el trecho del Evangelio de Lucas que narra la visita de Jesús a la casa de Marta y María:

‘Al principio era el Verbo’ a quien María escuchaba. ‘El Verbo se hizo carne’ a quien Marta servía. […] Escojan para sí la mejor parte, esto es, de la vida contemplativa; ejerzan la palabra, beban de la dulce doctrina, cultiven la ciencia de la salvación… (Marta), tú no escogiste algo mal, entretanto, (María) escogió la mejor».

Y citando a San Gregorio concluye: «Pasada esta vida, con ella desaparece la vida activa; al contrario, comenzada en esta vida, la vida contemplativa se consuma en la patria celestial» (II, II, q. 181, a. 4).

Dado lo que arriba fue dicho, se puede concluir que Santo Tomás fue eminentemente contemplativo y que su obra contiene numerosas enseñanzas sobre la práctica de la oración y la contemplación. Por eso, su ideal de vida bien podría ser formulado en un lema que resume el ejercicio y la comprensión de la contemplación: Contemplata aliis tradere, transmitir a los otros las realidades que se contemplan.

Conclusión

Al analizar las inmensas obras llevadas a cabo por Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura, San Alberto Magno y otros grandes santos, concluimos que estos hombres, a pesar de sus actividades casi incesantes, se mantuvieron en la más constante unión con Dios, pues fue en la contemplación de las cosas divinas que ellos basaron su amplísima capacidad de acción.

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Las labores de la vida activa no dispensan de la vida contemplativa , según Santo Tomás

Para Santo Tomás, aquellos que son llamados a las obras de la vida activa, se equivocan si juzgan que este deber los dispensa de la vida contemplativa. Tal deber es un agregado de esta vida y no le disminuye la intensidad. De esta forma, «las dos vidas, lejos de excluirse, se reclaman, se suponen, se mezclan, se completan mutuamente; y, si por alguna circunstancia, tenemos que preferir una o la otra, es sin duda la vida contemplativa que se debe escoger, pues es la más perfecta y la más necesaria» (CHAUTARD).

En general, el hombre moderno tiene una errónea concepción de lo que sea propiamente la vida contemplativa, y desconoce la importancia de la contemplación como elemento propulsor de la acción, pues los verdaderos místicos o contemplativos

son hombres de sentido práctico y de acción, no (solo) de raciocinio y teoría. Tienen el espíritu de la organización, el don del comando, y se revelan muy bien dotados para los negocios. Las obras que fundan, ofrecen condiciones de vida y duración; en concebir y dirigir sus empresas dan prueba de prudencia y audacia, y de esta justa apreciación de las posibilidades que caracteriza el buen sentido. Y, de hecho, el buen sentido parece ser su cualidad principal: un sentido común que no es perturbado por exaltación alguna insalubre o imaginación desordenada, y que anda junto al más raro poder de penetración» (MONTMORAND citado por TANQUEREY).

Chautard (1962) nos advierte que: «la acción, para ser fecunda, crece de la contemplación; cuando esta alcanza cierto grado de intensidad, difunde sobre la primera algún tanto de su excedente y, por medio de ella, el alma sacará directamente del corazón de Dios las gracias que la acción se encarga de distribuir».

El mismo autor también afirma que en el alma de los santos, la acción y la contemplación se unen formando una perfecta armonía. Por esta razón se puede afirmar que Santo Tomás fue al mismo tiempo un contemplativo, así como uno de los hombres más activos de su siglo. La vida contemplativa vivifica las ocupaciones exteriores; solo ella es capaz de comunicar simultáneamente el carácter sobrenatural y la real utilidad de las cosas. La unión de las dos vidas, contemplativa y activa, constituye el verdadero apostolado.

El apostolado supone almas capaces de vibrar de entusiasmo por una idea, de consagrarse al triunfo de un principio. Sobrenaturalízase la realización de este ideal por el espíritu interior […], y luego tendremos la vida más perfecta en sí misma, la vida por excelencia, visto como los teólogos la prefieren a la simple contemplación: Praefertur simplici contemplationi» (CHAUTARD).

Es de esta acción brotada en la contemplación que hizo que Santo Tomás de Aquino y otros grandes santos fuesen al mismo tiempo ardientes contemplativos y apóstoles valientes. Podemos hasta dar treguas a nuestros trabajos exteriores; pero, al contrario, nunca debemos disminuir nuestra aplicación a las cosas espirituales.
Pues de acuerdo con Chautard(1962, p. 57):

Bueno es contemplar la verdad; sin embargo, mejor todavía es comunicarla a los otros. Reflejar la luz es algo más que recibirla. Iluminar vale más que lucir debajo del celemín. Por la contemplación, el alma se alimenta; por el apostolado, se da (Sicut majus est illuminare quam lucere solum, ita majus est contemplata aliis tradere, quam solum contemplare).

Por Inácio Almeida

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