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La mujer en la Biblia

Redacción (Viernes, 28-10-2011, Gaudium Press) Si lleváis en cuenta la distancia que hay entre la familia de los gentiles y la hebrea, veréis luego que están separadas entre sí por un abismo profundo: la familia de los gentiles se compone de un señor y sus esclavos, mientras la hebrea, del padre, la mujer y sus hijos. Entran como elementos constitutivos de la primera, deberes y derechos absolutos; la segunda, deberes y derechos limitados. La familia de los gentiles descansa en la servidumbre; la hebrea se funda en la libertad. La primera es resultado de un olvido; la segunda, de un recuerdo; el olvido y el recuerdo de las divinas tradiciones, prueba clara de que el hombre no ignora, sino porque olvida, y no sabe, sino porque aprende.

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Jesús consuela a las Santa Mujeres camino al Calvario

Ahora se comprenderá fácilmente por qué la mujer hebrea pierde en los poemas bíblicos todo lo que tuvo entre los gentiles de sombrío y de siniestro; y por qué el amor hebreo, diferentemente del de los gentiles, que fue incendio de los corazones, es bálsamo de las almas. Abrí los libros de los profetas bíblicos, y en todos aquellos cuadros, risueños o pavorosos, con que daban a entender a las sobresaltadas multitudes, o que iba deshaciéndose lo nebuloso, o que la ira de Dios estaba próxima, encontraréis siempre en primer lugar a las vírgenes de Israel, siempre bellas y vestidas de resplandores agradables, levantar entonces sus corazones al Señor en melodiosos himnos y en angélicos cantares, o depositar, bajo el peso del dolor, las cándidas azucenas de sus frentes. […]

Ni se contentaron los hebreos en confiar a la mujer el suave cetro de sus hogares sino pusieron muchas veces en su mano fuertísima y victoriosa la bandera de las batallas y el gobierno del Estado. La ilustre Débora gobernó la república en la calidad de juez supremo de la nación; como general de los ejércitos, peleó y ganó batallas sangrientas; como poetiza, celebró los triunfos de Israel y entonó himnos de victoria, manejando al mismo tiempo, con igual soltura y maestría, la lira, el cetro y la espada.

En el tiempo de los reyes, la viuda de Alejandro Janneo tuvo el cetro diez años; la madre del rey Asa gobernó en nombre de su hijo, y la mujer de Hircano Macabeo fue designada por este príncipe para gobernar el Estado después de sus días. Hasta el espíritu de Dios, que se comunicaba de a poco, descendió también sobre la mujer, abriéndole los ojos y el entendimiento para que pudiese ver y entender las cosas futuras. Hulda fue iluminada con el espíritu de profecía, y los reyes se acercaban a ella sobresaltados con un gran temor, arrepentidos y temerosos, para saber de sus labios lo que en el libro en la Providencia estaba escrito de su imperio. La mujer, entre los hebreos, a veces gobierna la familia, a veces dirige el Estado, a veces habla en nombre de Dios, a veces abruma los corazones, cautivos de sus encantos. Era un ser benéfico, que ya participaba tanto de la naturaleza angélica como de la humana. Leed apenas el Cantar de los Cantares y dime si aquel amor suavísimo y delicado, si aquella esposa vestida de fragantes y cándidas azucenas, si aquella música armónica, si aquellos arrebatamientos inocentes y elevados, y aquellos deleitosos jardines, no son más que cosas vistas, oídas y sentidas en la tierra, cosas que se nos presentan como sueños del paraíso.

El tipo perfecto de mujer

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Coronación de la Virgen

Y entretanto, señores, para conocer la mujer por excelencia; para tener noticia segura del encargo recibido de Dios; para considerarla en toda su belleza inmaculada y altísima; para formarse alguna idea de su influencia santificadora, no basta colocar la vista en aquellos bellísimos ejemplos de la poesía hebraica, que hasta ahora deslumbraron nuestros ojos y dulcemente embargaron nuestros sentidos. El verdadero modelo y ejemplo de mujer no es Rebeca, ni Débora, ni la esposa del Cantar de los Cantares, llena de fragancias como una taza de perfumes. Es necesario ir más allá, y subir más alto; es necesario llegar a la plenitud de los tiempos, al cumplimiento de la antigua promesa. Para sorprender a la manera de Dios, formando el tipo perfecto de mujer, es necesario subir hasta el trono resplandeciente de María. Ella es una criatura aparte, más bella por sí sola que toda la creación; el hombre no es digno de tocar sus vestiduras blancas, la tierra no es digna de servirle de pedestal, ni los tejidos de brocado como alfombra; su blancura excede a la nieve que se acumula en las montañas; sus manchas, el rosado de los cielos; su esplendor a lo resplandeciente de las estrellas.

María es amada de Dios, venerada por los hombres, servida por los ángeles. […] El Padre la llama hija, y le envía embajadores; el Espíritu Santo la llama esposa, y le hace sombra con sus alas; el Hijo la llama madre, y hace de su morada su sacratísimo vientre. Los Serafines componen su corte; los cielos la llaman Reina; los hombres la llaman Señora: nació sin mancha, libró al mundo, murió sin dolor, vivió sin pecado. Ved ahí la mujer, señores, ved ahí la mujer, porque Dios en María las santificó: a las vírgenes, porque Ella fue Virgen; a las esposas porque Ella fue Esposa; a las viudas porque Ella fue Viuda; a las hijas, porque ella fue Hija; a las madres porque ella fue Madre. Grandes y portentosas maravillas obró el cristianismo en el mundo: hizo las paces entre el cielo y la tierra, destruyó la esclavitud, proclamó la libertad humana y la fraternidad de los hombres. Pero con todo eso, la más portentosa de todas sus maravillas, la que más profundamente influyó en la constitución de la sociedad doméstica y la civil, es la santificación de la mujer, proclamada desde las alturas evangélicas. Y además, señores, desde que Jesucristo habitó entre nosotros, ni sobre las pecadoras es lícito lanzar el escarnio y el insulto, porque hasta sus pecados pueden ser lavados por sus lágrimas.

Hasta las pecadoras pueden ser lavadas por sus lágrimas

El Salvador de los hombres colocó a Magdalena bajo su amparo. Y cuando llegó el tremendo día en que se nubló el sol, se estremecieron y desplazaron los despojos de la tierra, al pie de su cruz estaban juntas su inocentísima Madre y la arrepentida pecadora, para darnos así a entender que sus amorosos brazos estaban abiertos igualmente a la inocencia y al arrepentimiento.

Trecho de discurso proferido por Juan Donoso Cortés el 16 de abril de 1848, al tomar asiento en la Real Academia de la Lengua

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