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Al compás de un minueto

Bogotá (Miércoles, 01-02-2012, Gaudium Press) Al compás de un minueto -si se quiere el de Luigi Boccherini- es imposible perder la temperancia y el equilibrio mental. No es un baile ni una danza y sin embargo la corte francesa del siglo XVII destiló de esa pauta musical para ser expresada polifónicamente, unos pasos y contra-pasos serenos y elegantes que reflejan un estado de espíritu y una mentalidad en total consonancia con la melodía. No hay letra, no se canta nada, todo es ceremonia un tanto galante e inspirada.

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‘El Minueto’ de Tiepolo – Foto: Adrienne Mountain

Tomados apenas por las puntas de los dedos -y ella llevando un diminuto, sedoso y perfumado pañuelito bordado entre los suyos, caminan de frente y en fila las parejas: Paso uno, paso dos, paso tres: gira, reverencia; el hombre hace un elegantísimo saludo, la mujer responde inclinándose y prendiendo a dos manos las faldas de su generoso y amplio vestido. Volviéndose a coger delicadamente por los dedos giran los dos acompasadamente muy despacio.

Después viene una sucesión más de pasos y medio-pasos por la derecha y por la izquierda, trabajoso de explicarlos por escrito, pero sencillamente imaginables si nos da por escuchar un minueto cualquiera y hacerle una buena composición de lugar. Además cada minueto tenía su forma de ser interpretado en el salón. En algunas ceremonias de presentación ante el rey, el hombre entra de bastón y sombrero tricornio, y hace con ellos dos un distinguidísimo juego de movimientos que más parece un encantador ‘bibelot’ que ha tomado vida que un simple mortal. La mujer ataviada como en la época en que el minueto fue sensación en la corte de Luis XIV, gira como una campanita de colorida porcelana sobre una mesa de resplandeciente madera lisa.

Minueto y armonía

El minueto armonizaba perfectamente con todo lo que había en la sala donde se interpretaba y ejecutaba: el parqué del piso de maderas finas lustradas, las arañas luminosas de cristal, las cortinas y sus borlas, muebles, espejos en molduras doradas y una atmósfera quizá excesivamente perfumada pero muy agradable.

A veces distendidamente serias o a veces con una convencional sonrisa de amabilidad, las parejas estaban muy concentradas en la cadencia y el buen efecto de su interpretación para hacer de ello la presentación de su imagen y educación bien ejecutadas, de su creatividad e inteligencia que se percibía imponderablemente por gestos que en cada quien tenía un personal sello inconfundible y admirable reflejando el linaje familiar. No podemos imaginarnos esa maravilla floreciendo en aristocráticos salones si no sacamos antes de la imaginación las zarabandas masificadas de hoy día donde todo el mundo salta y salta sin identidad al ritmo monótono de golpes secos y aullidos pavorosos, para no hablar de la inmoralidad arrogante en los fatídicos conciertos de los parques públicos y las drogadas bandas de rock.

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Foto: ‘Magandafille’

No sabemos si la UNESCO se ha tomado el trabajo de declarar el minueto patrimonio cultural de la humanidad, pero debería hacerlo antes que se borre de la memoria colectiva de los hombres una de las expresiones artísticas más elevadas del linaje humano cuando reglamenta con suavidad y alegría temperada, ratos de convivencia social y enaltecido relacionamiento, al buen gusto de todos, porque se trataba era de estar juntos y manifestarse agrados mutuos antes que dejarse llevar por una loca y desequilibrada euforia de sensaciones incoherentes y descoordinadas frecuentemente a oscuras o a media luz.

El minueto, que puede significar perfectamente «menudos pasos cortos», casi que también era algo así como un sacramental de la sociedad temporal. De tal manera disponía el alma para refinar su conducta y llegar a altas consideraciones, que por esa razón se usó mucho en las presentaciones sociales ante el rey y la corte. Hacía inolvidable el día aquel en que la persona era reconocida en el refinado círculo aristocrático que exigía un comportamiento para el cual el dicho francés «noblesse obligue» ajusta perfectamente. La doncella era una antes y después otra, tras ejecutar su primer minué delante del rey y de la corte. Ciertamente marcaba la existencia. Y la música quedaba por siempre en sus castos oídos con aquella agradable sensación de la inocencia llena de esperanzas en la vida, dejándole lejanamente la idea de que había sido consagrada para hacer familia.

De los varones franceses de aquellos tiempos ejecutando minué, no nos llamemos a engaño. Ese refinamiento de maneras tan delicadas simplemente envolvía en fino papel de seda los lances aguerridos e intrépidos de que fueron capaces los mejores hijos de la nobleza en los tiempos de las grandes batallas de banderas coloridas de Condé y Tourrene y el expansionismo bélico del flamante rey sol. Fue algo así como practicar otra forma de minueto de espada en mano y botas altas de cuero a horcajadas en un caballo de guerra sin ningún miedo a la muerte o a quedar inválidos.

Por Antonio Borda

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