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Ambientes que favorecen la virtud

Redacción (Jueves, 01-03-2012, Gaudium Press) Dios ha establecido misteriosas y admirables relaciones entre ciertas formas, colores, sonidos, perfumes, sabores y, por otro lado, ciertos estados de alma. Por estos medios se puede influenciar a fondo las mentalidades e inducir a personas, familias o pueblos a que adopten un determinado estado de espíritu. Así, el solemne repique de campanas tiene el don de elevar el pensamiento a lo sobrenatural. El perfume del incienso nos pone en estado de oración. Y conjugando varios de estos elementos es posible crear ambientes que pongan barreras a nuestras pasiones desordenadas y predispongan el espíritu a desear el Cielo. Ahora, esto también ocurre a la inversa. El análisis de las manifestaciones artísticas de una civilización se presenta como uno de los mejores recursos para conocer su manera de pensar, pues el ideal de belleza y armonía que impere en ella siempre estará íntimamente vinculado a los principios filosóficos y morales que la conforman.

10797_M_f81db10f4.jpgEl alma del hombre medieval, equilibrada y sedienta de trascendencia, está expresada admirablemente en las esbeltas formas de las catedrales góticas, en su diáfana concepción del espacio, en el rico colorido de los vitrales y en la expresividad de las esculturas. Logran transmitir ciertos aspectos imponderables de la filosofía y de la teología de la época que ni siquiera es posible hallar en los sublimes raciocinios del Doctor Angélico.

La música tiene, aún más que la arquitectura, el poder de despertar sentimientos e influir a través de éstos en los estados de espíritu e incluso en las mentalidades.

Pensemos qué sería, por ejemplo, de un desfile militar en completo silencio, un film de acción desprovisto de banda sonora o una fiesta de Navidad sin el ‘Noche de Paz’. La esencia del hecho se mantendría la misma, pero le faltaría una de las principales vías para llegar hasta el interior del alma humana.

Por ello, desde los tiempos más remotos la Iglesia también ha recurrido a este arte, con la intención de conducir a las almas a la consideración de las cosas celestiales. En los primeros siglos se oían únicamente cantos a cappella, con líneas melódicas sencillas cuyo poderoso efecto fue, no obstante, elogiado por San Agustín:

«Juzgo que aquellas palabras de la Sagrada Escritura más religiosa y fervorosamente excitan nuestras almas a piedad y devoción, cantándose con aquella destreza y suavidad, que si se cantaran de otro modo» (Confessionum. L. X, c. 33, n. 49).

5257_M_5de8b156.jpgMás tarde surgirían el contrapunto, la polifonía, los oratorios sacros, las Misas de los grandes compositores. Con un despliegue de una inmensa diversidad de estilos, la música no ha hecho sino confirmar a lo largo de los siglos su capacidad «de remitir, más allá de sí misma, al Creador de toda armonía, suscitando en nosotros resonancias que nos ayudan a sintonizar con la belleza y la verdad de Dios, es decir, con la realidad que ninguna sabiduría humana y ninguna filosofía podrán expresar jamás» (Benedicto XVI, Discurso, 4/9/2007).

Por lo tanto, no nos engañemos al considerar la arquitectura y la música como meros ejercicios de estética desprovistos de trascendencia. Por medio de ellas podemos crear ambientes que favorezcan la práctica de la virtud y promuevan nuestra santificación.

¿No será éste uno de los medios más eficaces, y quizá de los menos utilizados, para evangelizar a los hombres de hoy?

(Editorial Revista Heraldos del Evangelio – Enero 2012)

 

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