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El más precioso perfume

Redacción (Viernes, 13-04-2012, Gaudium Press) ¿Quién no se alegra al ver, en las solemnidades litúrgicas, elevarse de los incensarios aquellas olas que impregnan de suave perfume todo el recinto sagrado? Perfecta imagen de la oración que sube como oblación de agradable olor hasta el trono de Dios. En las Sagradas Escrituras incienso y oración son presentados como términos reversibles uno en el otro: «Suba directa mi oración como incienso en tu presencia» (Sl 140, 2).

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En la misma línea, se lee en el libro del Apocalipsis: «Después vino otro ángel y paró delante del altar, teniendo un turíbulo de oro. Le fueron dados muchos perfumes, a fin de que ofreciese las oraciones de todos los santos sobre el altar de oro, que está delante del trono de Dios» (8, 3-4).

Una historia de más de tres mil años

La utilización de esa esencia en el culto divino proviene de una prescripción hecha por el Señor a Moisés, en la misma ocasión en que Éste le entregó, en el Monte Sinaí, las Tablas de la Ley. El propio Dios le dictó cómo debería ser hecho:

«Toma aromas: estoraque, ónix, gálbano de buen olor, incienso lucidísimo, todo en peso igual. Harás un perfume compuesto según el arte de perfumador, manipulado con cuidado, puro y dignísimo de ser ofrecido. Y, cuando hubieres reducido todo a un polvo finísimo, ponlo delante del tabernáculo del testimonio, en el lugar en que yo te aparezca. Este perfume será para vosotros una cosa santísima» (Ex 30, 34-36).

Dios no deja la menor duda de que esa esencia odorífera debería ser usada exclusivamente para el esplendor del culto divino: «Todo hombre que haga una composición semejante para gozar de su olor, perecerá en medio de su pueblo» (Ex 30,38).

Así, obedeciendo a lo que Dios determinó a Moisés, el pueblo electo quemó durante varios siglos, por la mañana y la tarde, en homenaje al Señor un incienso de suave fragancia.

En el Nuevo Testamento, él surge ya en los primeros días del Niño Jesús. Entrando los Reyes Magos en la casa donde estaba Él con su Madre, se prostraron y lo adoraron, en seguida abrieron sus tesoros y le ofrecieron oro, incienso y mirra. «El incienso era para Dios, la mirra para el Hombre y el oro para el Rey», dice San León Magno (Sermón n. 31). Por tanto, de los tres dones ofrecidos, el de mayor valor simbólico era el incienso. Al servicio del esplendor de la Liturgia.

Debido al hecho de que los pueblos paganos acostumbraban a quemar todo tipo de perfumes en sus cultos idolátricos, por cautela la Iglesia demoró cierto tiempo en admitir su uso en las ceremonias litúrgicas.

Luego, sin embargo, que la Liturgia comenzó a desarrollarse, él hizo su aparición. Así, en las primeras décadas del cuarto siglo, el Emperador Constantino ofreció a la Basílica de Letrán dos incensarios, hechos de oro puro, los cuales probablemente permanecían fijos en sus lugares y eran usados para perfumar el lugar santo.

El Papa Sergio I (687-701) mandó colgar en la iglesia un gran incensario de oro para que, «durante las Misas solemnes, el incienso y el olor de suavidad se elevasen más abundantemente al Dios Omnipotente».

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El más importante presente de los Reyes Magos fue el incienso

Surgió después el turíbulo, pero, al inicio, su utilización consistía apenas en ser llevado por el subdiácono al frente del cortejo litúrgico, perfumando el recorrido del celebrante en la entrada y la salida de la Misa, y en la procesión del Evangelio.

En el transcurso del tiempo, con el perfeccionamiento de las celebraciones, se instituyó la incensación en el momento del Evangelio, después en el Ofertorio y, por último, en el s. XIII, en la elevación de la hostia y el cáliz.

Actualmente la incensación durante la Misa es facultativa, pudiendo ser realizada durante la procesión de entrada, al inicio de la Celebración, en la proclamación del Evangelio, en el Ofertorio, y en la elevación de la hostia y el cáliz después de la Consagración (cf. IGrMR, 235).

Efectos y finalidades

El celebrante pone incienso en el turíbulo y lo bendice con la señal de la cruz. Esa bendición hace de él un sacramental, esto es, una «señal sagrada» mediante la cual, imitando de cierto modo los sacramentos, «son significados principalmente efectos espirituales que se alcanzan por súplica de la Iglesia» (CIC nº 1166).

Uno de esos efectos puede ser verificado en el motivo de la incensación del altar y las ofrendas, en la Misa. Se inciensa el altar para purificarlo de cualquier acción diabólica, y las ofrendas para tornarlas dignas de ser usadas en el Misterio Eucarístico.

El incienso es primordialmente un acto de homenaje a Dios, a Nuestro Señor Jesucristo, así como a los hombres y objetos consagrados al culto divino.

Según Santo Tomás de Aquino, la incensación tiene dos finalidades. La primera es fomentar el respeto al sacramento de la Eucaristía, ya que ella sirve para eliminar, con un perfume agradable, los malos olores que podrían existir en el lugar. La segunda, representar la gracia, de la cual, como un buen aroma, Cristo estaba lleno.

Por último, el carbón encendido en el turíbulo y el perfume que emana sirve también para advertirnos que, si queremos ver nuestras oraciones subir así hasta el trono de Dios, debemos esforzarnos para tener el corazón ardiente con el fuego de la caridad y la devoción.

Por la Hermana Angelis Ferreira, EP.

 

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