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¿Cuándo se pierde el tiempo admirando?

Redacción (Miércoles, 04-07-2012, Gaudium Press) Después de un nutritivo almuerzo de domingo, mientras algunos se dirigían a los aposentos para la tan reconfortante siesta, decidimos rezar el Rosario caminando en las proximidades de la floresta que circunda una de las casas de los Heraldos localizada en la Sierra de la Cantareira, en las afueras de San Pablo, Brasil.

En aquella tarde, la naturaleza entera parecía querer también cumplir el precepto del descanso dominical. Con el clima poco propicio para las largas caminatas, decidimos parar en la sombra de un frondoso árbol. Apenas habíamos recitado las primeras Ave Marías del Rosario, un zumbido como de una flecha desvió nuestra atención.

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Al levantar los ojos, vimos un pequeño pájaro, ágil como el pensamiento, que cortaba el aire con maniobras inesperadas. Sus alas, de tan rápidas, se volvían casi invisibles. Tal era su belleza que, a nuestro ver, esta ave parecía haber huido por alguna brecha de la puerta del paraíso para venir a habitar en nuestro medio. Pronto percibimos que se trataba de un colibrí.

En el mismo instante, nos vino a la mente el sermón pronunciado por Mons. João Scognamiglio Clá, fundador de los Heraldos del Evangelio, que en la mañana de aquel domingo, decía: «Dios enriqueció todo el universo con una inmensa y armoniosa diversidad de seres y el mejor modo de conocer la belleza del Creador es admirar la Pulcritud del universo por Él creado».

El colibrí, cual embajador de Dios junto a las solitarias flores, manifestaba un deseo inmenso de relacionarse, de entrar en contacto con ellas, pues el Creador de todas las cosas es quien les había dado el perfume, el colorido y el encanto.

También, si grande es el deseo del colibrí de encontrar la flor, infinitamente mayor es el deseo que Dios tiene de entrar en contacto con nosotros. Él se hizo hombre como nosotros y vino a habitar en nuestro medio. Un día, sus labios divinos pronunciaron estas palabras: «Mi alegría es estar junto a los hijos de los hombres». Siendo así, nuestra alma debería estar también repleta de esta misma alegría de convivir, de estar junto a Dios que se hace visible a través de sus criaturas.

Cuando todavía estábamos absortos en estas consideraciones, la campana de la capilla tocó invitándonos a la oración. Sin embargo, aquel pequeño visitante, asustado con este timbre que le era desconocido, voló lejos, donde nuestros ojos no lo podían contemplar más. Poco tiempo restaba para hacernos a nosotros mismos una última indagación.

¿Será que no perdemos tiempo analizando esta ave junto a la flor? ¿No habría sido mejor haber cumplido primeramente el propósito de rezar el Rosario? ¿Por qué no aprovechamos este tiempo para «hacer las cosas prácticas» de que el hombre moderno tanto se ufana?
En cuanto a la conclusión, esta tendió para la negativa, pues según el Catecismo de la Iglesia Católica: «es sobre todo a partir de las realidades de la creación que se vive la oración» (CIC 2569). Conviene recordar también la bella frase de Santa Teresa del Niño Jesús: «para mí, la oración es un impulso del corazón, es una simple mirada lanzada al cielo, un grito de reconocimiento y amor en medio de la prueba o en medio de la alegría».

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En fin, alguien podría objetar que estos comentarios nada poseen de «científico» y que carecen de mayores conocimientos de zoología y botánica. Es verdad, entretanto, que el hombre no fue creado para ver la naturaleza como si ella fuese solamente un inmenso compuesto de fenómenos físicos o de reacciones químicas, sino, para buscar las impresiones digitales de Dios en el Universo y hacer de estas impresiones una oración «a Quien hizo el cielo y la tierra».

***

Ya en la capilla, delante del Santísimo Sacramento, rezando el Santo Rosario, estábamos inundados de una alegría interior, pues aquella «oración» junto al colibrí, nos aseguró que «la soledad es una ilusión», pues Dios siempre está con nosotros y la naturaleza no es nada más que un gran libro que nos remite a lo sobrenatural. Entretanto, es necesario que se sepa leerlo.

Y si, por ventura, los cielos de Judea fuesen también habitados por estas encantadoras aves, quizá, el Poeta Divino después de haber contemplado los lirios del campo, podría haber dicho: «mirad los colibrís que vuelan en el cielo, ellos no tejen ni hilan, entretanto yo os digo, ni Salomón con toda su pompa se vistió como ellos…»

Por el Diácono Inácio Almeida, EP.

 

 

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