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Santa Francisca Romana (I)

 

Redacción (Jueves, 21-03-2013, Gaudium Press) El Divino Salvador instituyó Su Iglesia sobre pilares bien seguros: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 18). Pero, a lo largo de la Historia, las fuerzas infernales no dejaron de investir contra esa roca inquebrantable.

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Santa Francisca Romana, escultura en la Basílica de San Pedro, en Roma.

Una de esas investidas tuvo inicio con las agitaciones políticas y sociales que forzaron al Papa Clemente V a transferir, en 1309, la sede del Papado para la ciudad francesa de Avignon, donde los sucesores de Pedro permanecieron hasta 1376. Fue un largo período de conturbaciones que culminaron en el Grande Cisma de Occidente (1378-1417).

La eclosión del Cisma vino a agravar todavía más la situación, al punto de la Ciudad Eterna quedar reducida a una situación de miseria, azotada por guerras, carestías y pestes. En ese contexto, se destacó como luminoso ángel de la caridad una joven dama de la alta nobleza: Santa Francisca Romana, la cual, por su prodigiosa actividad en favor de los pobres y enfermos, conquistó el honroso título de Advocata Urbis (Abogada de la Ciudad).

Piedad precoz

Nacida en 1384, Francisca pertenecía a una rica familia de patricios romanos. Sus padres, Paulo Bussa de Leoni y Jacovella de Broffedeschi, le proporcionaron una primorosa educación cristiana. Desde la más tierna edad, acompañaba a la madre en las prácticas de piedad, como abstinencias, oraciones, lecturas espirituales y visitas a iglesias donde pudiesen lucrar indulgencias.

Frecuentaba mucho la Basílica de Santa María Nova, la preferida de su madre, confiada a los monjes benedictinos de Monte Olivetto. Allí, Francisca comenzó a recibir, todavía de niña, dirección espiritual de Fray Antonio di Monte Savello, con quien se confesaba todos los miércoles.

A los once años, manifestó el deseo de consagrarse a Dios por el voto de virginidad. Su inclinación para la vida monástica se hizo notar cuando — a consejo del director espiritual, para probar la autenticidad de su vocación — comenzó a practicar en casa algunas austeridades propias a ciertas órdenes religiosas femeninas. Su padre, sin embargo, se opuso a estos infantiles proyectos, pues ella estaba ya prometida en casamiento a Lorenzo Ponziani, joven de noble familia, buen carácter y gran fortuna.

Esposa ejemplar

Francisca fue siempre esposa ejemplar. Por deseo del marido, se presentaba en público con la categoría de dama romana, usando bellas joyas y suntuosos trajes. Pero debajo de ellos vestía una tosca túnica de tejido ordinario. Dedicaba a la oración sus horas libres, y nunca descuidaba las prácticas de vida interior. Transformó en oratorio un salón del palacio y ahí pasaba largas horas de vigilia nocturna, acompañada por Vanozza. Era objeto de burla de las personas mundanas, pero su familia la consideraba un “ángel de la paz”.1

Los designios de la Providencia

Tres años después de su casamiento, contrajo una grave enfermedad que se prolongó por doce meses, dejando temerosos a todos los miembros de la familia. Francisca, entretanto, no temía, pues colocara su vida en las manos de Dios, con entera resignación. En ese período de prueba, dos veces le apareció Santo Aleixo. En la primera, le preguntó si quería curarse, y en la segunda le comunicó que “Dios quería que permaneciese en este mundo para glorificar su nombre”.2 Colocando entonces su manto dorado sobre ella, le restituyó la salud.

Esa enfermedad, con todo, la hiciera meditar profundamente sobre los planes de la Providencia a su respecto. Y una vez restablecida, decidió, con Vanozza, llevar una vida más conforme al Evangelio, renunciando a las diversiones inútiles y dedicando más tiempo a la oración y a las obras de caridad.

Protección del Ángel, ataques del demonio

Fue en esa época que Dios le envió un Ángel especial para guiarla en la vía de la purificación. Ella no lo veía, pero él estaba constantemente a su lado y se manifestaba por medio de señales claras. Además de amigo y consejero, era vigilante preveniente, que la castigaba cuando ella cometía cualquier pequeña falta. ¡Cierta vez en que Francisca, por respeto humano, no interrumpió una conversación superficial y frívola, él le aplicó en el rostro un golpe tan fuerte que dejó su marca por varios días y fue oído en la sala entera!

El demonio emprendía todo tipo de esfuerzos para perturbar la vida y, sobre todo, impedir la santificación de Francisca. Como la Santa siempre triunfaba de sus tentaciones, él recurría con frecuencia a ataques directos. Así, en cierta ocasión ella y Vanozza retornaban de la Basílica de San Pedro y decidieron tomar un atajo, pues ya era tarde. Llegando al margen del Tibre, se inclinaron para tomar un poco de agua. Empujada por una fuerza invisible, Francisca cayó al río. Vanozza se lanzó para salvarla y fue también arrastrada por la corriente. Sintiendo en peligro sus vidas, recurrieron a Dios y en el mismo instante se vieron de nuevo en el margen, sanas y salvas.

Modelo de madre y de dueña de casa

Cuando en 1400 nació su primer hijo, Juan Bautista, no dudó en dejar algunas de sus mortificaciones y ejercicios piadosos, para cuidar mejor del niño. Al cariño materno, unía la firmeza de la buena educadora, corrigiéndolo en sus infantiles manifestaciones de caprichos, obstinación y cólera, sin nunca ceder a sus lágrimas de impaciencia. Fue modelo de madre igualmente para Juan Evangelista e Inés, que nacieron algunos años después.

Su Ángel la ayudó a llevar su vida matrimonial con amor y dedicación, tanto para el esposo como para los hijos. Cumplía con perfección su oficio de dueña de casa, comprendiendo que los sacrificios impuestos por las tareas cotidianas forman parte de la purificación necesaria en esta vida y tienen prioridad sobre las mortificaciones particulares. Se desempeñó de tal manera que, en 1401, cuando falleció la esposa del viejo Ponziani, su suegro, este la incumbió del gobierno del palacio. En esa función, la joven señora demostró gran capacidad, inteligencia y, sobre todo, bondad.

Organizó los trabajos de la numerosos criados de modo a todos tener tiempo de cumplir sus deberes religiosos. Los asistía en sus necesidades materiales y los incentivaba a llevar una vida verdaderamente cristiana. Cuando alguno de ellos se enfermaba, Francisca se hacía de enfermera, madre y hermana. Y si la enfermedad acarreaba peligro de vida, ella misma iba a buscar la asistencia espiritual de un sacerdote, a cualquier hora del día o de la noche.

Continúa…

1 SUÁREZ, OSB, Pe. Luis M. Pérez. Santa Francisca Romana. In: ECHEVERRÍA, L.; LLORCA, B. e BETES, J. (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2003. p. 173. 2 Idem, ibidem.

 

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