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El Todopoderoso se hizo todo-debilidad

Redacción (Lunes, 30-12-2013, Gaudium Press) Mucho se ha hablado de la grandeza y del esplendor de la antigua Roma… y no sin razón. Basta hacer una rápida visita a la Ciudad Eterna, recorrer los foros, admirar las gigantescas ruinas de las Termas de Caracalla, contemplar por algunos momentos el Coliseo o parar delante del famoso Panteón, cuyas proporciones arquitectónicas dejan extasiados a los especialistas modernos, para darse cuenta de los innúmeros dones de inteligencia y organización con los cuales fue obsequiado el pueblo romano. Supo él hacer uso de sus capacidades naturales. Uniendo al espíritu emprendedor una rara sutileza, se impuso a las otras naciones, casi todas ahogadas en la completa barbarie, e instaló una civilización a su modo: florecieron el cultivo de los campos y la creación de rebaños, surgieron las construcciones sólidas, las ciudades populosas, las estradas seguras. La ‘pax romana’ se extendió por todas partes, hasta los extremos límites del Imperio. Mirando el camino recorrido, los romanos podían sentir una comprensible ufanía por haber alcanzado un auge de cultura, riqueza y poder.

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El egoísmo era la ley que regia las acciones del hombre

Con todo, la realidad de ese cuadro -pintado por algunos entusiastas como Seneca, Plinio y Plutarco- nos aparece bien diferente al considerar, en sus detalles, la decadencia social y moral del mundo romano de entonces. Por debajo de todos aquellos esplendores latía una profunda miseria. Roma se tornara, no la reina, sino la tirana de la humanidad. En todas partes se acentuaba el contraste entre la riqueza y la indigencia, así como el dominio despótico del fuerte sobre el débil. El egoísmo era la ley que regía las acciones del hombre.

Por otro lado, una inmensa corrupción de las costumbres se arrastraba por todo el territorio de los césares. La existencia de los ciudadanos libres transcurría en una ociosidad propicia a todos los vicios, en la búsqueda desordenada del lujo y de los placeres. Las crónicas de la época nos describen algunas de las diversiones que tanto atraían las turbas: orgías, corridas, luchas de gladiadores, comedias. Lo que más agradaba a aquel pueblo embrutecido era ver correr la sangre humana; con frecuencia, él se mostraba exigente con los emperadores si el espectáculo no era suficientemente sanguinario para causarle el delirio.

Para comprender el estado de degradación e inmoralidad en que zozobraba la sociedad antigua, basta recordar la epístola de San Pablo a los romanos, en la cual el Apóstol recrimina los escándalos y abusos a los cuales ellos llegaron, por no haber procurado a Dios a través de las criaturas.

Todos buscaban la felicidad donde ella no podía ser encontrada

Esta situación creaba en el Asia, en África y en Europa una atmósfera irrespirable. Todo cuanto los hombres habían deseado y conquistado les dejaba en el alma un terrible vacío y hasta un pavoroso tormento. Nada conseguía calmar sus apetitos desreglados; corrían atrás de la felicidad, pero le buscaban donde ella no se encontraba y al juzgar haberla encontrado, constataban que ella no podía saciarlos. Todos sentían sobrevolar una gran crisis que amenazaba terminar en una ruina inevitable. Así, el cuadro de las naciones aparecía sumergido en densas tinieblas y la Historia estaba, por así decir, parada en la muda expectativa de una solución para tantos problemas.

 

No faltaban, entretanto, almas buenas que manifestaban su inconformidad ante todos esos desvaríos y conservaban una vaga reminiscencia de la promesa, transmitida por Adán y Eva al salir del Paraíso, de la llegada de un Salvador.

¿De dónde podría venir ese Esperado de las naciones? ¿Acaso sería un sabio o un potentado? ¿O un príncipe, un general dotado de poder y fuerza extraordinarias, capaz de dominar sobre toda la humanidad? Todos los ojos estaban ansiosamente a la búsqueda de alguien del cual pudiese venir el auxilio…

El reino de la gracia, de la bondad y de la misericordia

Y es que Dios, confundiendo la sabiduría y la ciencia de este mundo, se mostró a los hombres de la forma como estos menos podían imaginar: ¡un bebé tierno, frágil, comunicativo, acostado sobre las pajas de un pesebre, sonriendo!

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Allí, en el fondo de un establo, en la humilde ciudad de Belén, está reclinada la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, hecha Niño para colocarse a nuestra altura y a nuestra disposición. Él no viene a convocar soldados, ni imponer yugos, ni exigir tributos; no se manifiesta bajo los fulgores de la justicia punitiva que se revelara en el Antiguo Testamento. Al contrario, ese Dios todopoderoso se hace todo-debilidad, la marca de la realeza reposa ahora a hombros de un encantador infante. De un frágil Niño surge la Iglesia Católica, la más bella y sólida institución de la Historia. El Recién-Nacido que abre graciosamente los brazos parece decir, por entre sus infantiles vagidos, lo que más tarde anunciará a todas las generaciones: «Yo no vine a llamar los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 13). Sí, es un reino que Él viene a implantar, pero este será el reino de la gracia, de la bondad y de la misericordia.

¡Oh! ¡Que la humanidad entera, cansada y sobrecargada por el peso de sus pecados, venga a postrarse delante de ese espléndido pesebre en el cual se encuentra no solo el heno de los animales, sino también el alimento de los Ángeles! ¡Que el hombre viejo se despoje de las acciones de las tinieblas y corra para adorar, enternecido, al Divino Niño que le trae la luz!

En medio de la noche oscura y fría, un mundo nuevo comienza a surgir en torno a la sagrada gruta donde vela José abismado en profundo respeto, ora María en maternal contemplación y duerme el Niño en paz celestial…

Por la Hna. Clara Isabel Morazzani, EP

 

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