viernes, 26 de abril de 2024
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¡Ni una hora!

Asunción (Miércoles, 30-09-2015, Gaudium Press) En la expectativa de la celebración del 51 Congreso Eucarístico Internacional en Cebú, Filipinas, que se realizará en enero de 2016, se multiplican por el mundo los Congresos Eucarísticos nacionales, diocesanos, decanales y hasta parroquiales: Monterrey en México; Piura en Perú; Tarija y El Alto en Bolivia; Valladolid en España; Brono y Olomouc en República Checa; Mérida en Venezuela; San Luis en Argentina; Milwaukee, Survey y Charlotte en Estados Unidos; Zacatecas, Veracruz, Tabasco y Durango en México, y un largo etcétera.

Estas importantes asambleas responden a una necesidad central de nuestra fe: la creencia en el misterio eucarístico que pide ser testimoniada púbicamente, ya que la Eucaristía no es «algo más» de lo que se puede prescindir sin desmedro para la misma fe. Ella es absolutamente necesaria e insustituible; de Ella vive la Iglesia.

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Si en una capilla se reúnen los fieles el domingo y no hay un sacerdote para celebrar la Misa, se suele organizar una celebración de la Palabra. Así siendo, santifican el día del Señor… pero subsiste una sed que no se apagó y una ilusión que no se plasmó ¡Faltó la celebración de la Misa! Es que hay un mandato formal del Señor: «Tomad y comed, tomad y bebed, haced esto en memoria mía.»

¿Cuál es la gran, la enorme, la monumental diferencia entre nuestros hermanos evangélicos y nosotros los católicos? Que no acatan al Papa, dirán algunos. Que no tienen amor -o, sencillamente, que desprecian o critican- a la Virgen María, dirán otros. Es verdad, pero no es toda la verdad. La mayor diferencia es que ellos no obedecen aquello que Jesús mandó hacer en su memoria: la renovación del sacrificio de su cuerpo y de su sangre para darse después en alimento.

Además, como se dice en francés, «tout se tient»: todo se relaciona; las cosas se condicionan mutuamente y de alguna manera dependen unas de las otras. Es claro que el amor a María Santísima -a quien S. Juan Pablo II llamó Mujer Eucarística- es incompatible con la no creencia en la Eucaristía. Y que el desacato al Supremo Pontificado va junto con el desprecio del magisterio de los mismos Papas, especialmente en una materia tan esencial como todo lo que se relaciona con el sacrificio eucarístico.

Cuando se viaja por países de otras culturas que no han sido forjadas o influenciadas por el «suave olor de Nuestro Señor Jesucristo» (2 Cor. 2, 15 – Ef 5, 2) -olor que rescata y sublima cuánto pueda haber de aprovechable en otras creencias- uno se depara con templos o monumentos erigidos a deidades o a superhombres… Puede impresionar el tamaño, el estilo, la originalidad; pero la sensación de frustración y de desamparo es inevitable ya que en esos lugares no hay un Dios cercano que ama, que se inmola, que acoge, que nutre, que salva.

Y en templos de confesión protestante -que en tesis serían más próximos de la sensibilidad cristiana- encontramos un tremendo vacío: ¡No hay sagrario! Cuando mucho está ahí una Biblia en un atril y un lugar para hacer prédicas. No han caído en la cuenta de que la Palabra se hizo carne… y no se hizo libro.

No nos engañemos y veamos la cosa bien de frente: el compromiso que se nos pide a los católicos para que tengamos coherencia en la fe es mucho mayor que lo que invenciones humanas o diabólicas puedan exigir a las personas en otros credos o filosofías. A lo que estamos llamados en virtud de nuestro bautismo, es a una transformación radical, al punto que podamos llegar a decir como San Pablo «No soy yo quien vivo, es Cristo que vive en mí» (Gal. 2, 20) ¿Cómo alcanzar esa meta sin la Eucaristía, sin los Sacramentos, sin la protección de la Virgen, de los ángeles y de los Santos?

Después de la última cena en que Jesús consagró el Pan y el Vino y lo dio en comunión a los suyos, Él fue al Huerto de los Olivos e invitó a Pedro, a Juan y a Santiago a orar y a vigilar, mientras consideraba desolado los sufrimientos que le aguardaban. En un momento, el Maestro se volvió a ellos y, encontrándolos dormidos, les dijo «¿No han podido vigilar conmigo ni una hora?» (Mc, 14, 37).

¿A cuántos de nosotros Nuestro Señor no nos hace también esa misma pregunta? ¿Ni una hora? No es una interrogación amarga, es un convite amable y lleno de esperanza, ya que Él mismo nos da la fuerza para vigilar y para orar. Pero, a pesar de eso, de nuestra parte, ni una hora… a veces ¡ni un minuto!

Se cuenta que cierta vez un pastor protestante se quejó junto a un amigo católico, al constatar la falta de amor de este último a la Eucaristía durante la celebración dominical. Decía el tal pastor: «Si yo creyese en la presencia real de Cristo en la hostia, como dicen creer ustedes los católicos, estaría atento en la consagración, ansioso por comulgar, iría de rodillas a recibir ese pan misterioso y quedaría en acción de gracias durante un buen tiempo, en vez de conversar, o de distraerme, o de aburrirme, para después salir corriendo de la iglesia, como hacen la mayoría de los fieles cuando acaba la Misa».

Lo más duro no es la interpelación de un pastor, es la dulce queja del Divino Pastor que ofrece su vida y llega a sudar sangre por nosotros (fue lo que sucedió en la agonía en el Huerto), mientras sus amigos más íntimos duermen.

Reparemos esa tremenda ingratitud velando una hora junto al Santísimo.

Por P. Rafael Ibarguren EP,Asistente Eclesiástico de la Federación Mundial de las Obras de la Iglesia.

(opera-eucharistica.org)

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