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Un altísimo llamado… ¡para todos!

Redacción (Viernes, 06-11-2015, Gaudium Press) En el calendario litúrgico, el mes de noviembre se inicia con la Solemnidad de Todos los Santos, instituida en el siglo IX, a fin de alabar y festejar la multitud de los justos: «aquellos que habitan la Jerusalén Celestial, canonizados o no, bien como los vivos que se encuentran en la gracia de Dios y conservan su amistad».1

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Sin embargo, ¿para qué sirven a los santos nuestros elogios? ¿Qué les importan los honores terrenales, mientras el propio Dios los glorifica? 2 De hecho, nuestras alabanzas no son necesarias a ellos, pero lo son a nosotros mismos, pues interceden por nosotros al Padre, y su recuerdo nos estimula e incita a «gozar de su tan amable compañía y de merecer ser conciudadanos y comensales de los espíritus bienaventurados, de unirnos al grupo de los patriarcas, a las filas de los profetas, al senado de los apóstoles, al numeroso ejercito de los mártires, al gremio de los confesores, a los coros de las vírgenes, de asociarnos, en fin, a la comunión de todos los santos y con todos alegrarnos (regocijarnos) «.3 Es, por lo tanto, una fiesta que nos invita a la santidad.

En nuestra búsqueda de la felicidad y realización, no podemos tener ambición más bella y más noble que la de ser santos. Y muy equivocado estaría quien pensase que ese llamado es hecho solamente a una minoría de almas selectas, que un día son elevadas a la gloria de los altares. Con el auxilio de la Gracia, todos somos hechos para esa inmensa, criteriosa, sabia, pero osada aventura, en la cual ordenamos nuestra alma a Dios, la purificamos y embellezcamos, ofreciéndola a la felicidad eterna, a la corte celestial donde un asiento nos está reservado.4

Ante tan alto llamado, ¿cuáles son nuestras disposiciones de alma? ¿Estamos dispuestos a abandonar el pecado y abrazar las vías de la virtud rumbo a la santidad? O ¿será que, delante de la asamblea de los justos que nos desea y aguarda, somos indiferentes y nos esquivamos? Si tenemos buenas disposiciones, agradezcamos a Dios que nos la concedió y pidamos perseverancia en nuestros buenos propósitos; si nos sentimos débiles ante tan grande batalla, roguemos a los santos del Cielo que nos concedan su fuerza y coraje, protección y auxilio.

Mientras tanto, sea cual fuere nuestra disposición o vocación, el camino es el mismo: el amor. «Amad a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo», recomendaba insistentemente Nuestro Señor Jesucristo en sus oraciones. Y también San Juan de la Cruz enseñaba: «En el atardecer de esta vida, seréis juzgados según el amor».5 El amor nos hace grandes a los ojos de Dios, y solamente por amor somos capaces de abandonar nuestros vicios y realizar los sacrificios, grandes o pequeños, que la santidad exige.

Que, en esta Fiesta de todos los Santos, la Santísima Virgen y todos los bienaventurados nos alcancen de Dios el amor más puro y ardiente que la naturaleza humana pueda tener en relación a Él, y, consecuentemente, la santidad plena, pues «es en la esperanza de poder vivir, de batallar por nuestra santificación y de morir en la paz de Dios, confiados en Nuestra Señora, agradeciendo a Ella porque nos obtuvo gracias para tornarnos otros héroes en la Fe y príncipes del Cielo, que debemos atravesar nuestros días en esta tierra de exílio».6

Por Bruna Almeida Piva

1 EDITORIAL. Todos são chamados à santidade. Dr. Plinio. São Paulo, ano 7, n. 80, nov. 2004, p. 4.
2 Cf. Bernardo, Santo. Dos Sermões. In: LITURGIA das Horas: Segundo o rito romano. Tradução para o Brasil da segunda edição típica. São Paulo: Ave-Maria, 2000, v. 4, p. 1421.
3 Loc. cit.
4 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Santidade, o ideal de todo homem. Dr. Plinio, São Paulo, ano 6, n. 44, nov. 2001, p. 8-10.
5 JOÃO DA CRUZ, Santo apud CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Op. cit., p. 10.
6 Loc. ci

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