viernes, 19 de abril de 2024
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Comunicar la belleza de la fe

La belleza es privilegio de Dios. La fe es bella. La Iglesia engendra belleza. El culto debe ser bello.

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Redacción (30/04/2022 09:05, Gaudium Press) Por la relación que tiene con el culto eucarístico, me pareció oportuno reproducir, con algunos retoques, una reflexión que escribí hace once años atrás para la revista “Celebrar” de la Comisión de Liturgia de la Conferencia Episcopal de Ecuador. Transcurrida una década, el escrito permanece actual y pertinente; llevaba por título “Comunicar la belleza de la fe”:

En su mensaje a la Asamblea Nacional de la Acción Católica Italiana, el Papa Benedicto XVI alentó a los laicos a ofrecer la belleza de la fe al mundo: “Os pido que seáis generosos, solidarios y, sobre todo, comunicadores de la belleza de la fe” (9/05/1011). Este pedido es dirigido a toda la Iglesia, aunque en el contexto del momento sean los laicos de la Acción Católica a los que se exhorta. Todo miembro de la Iglesia, sea clérigo o sea laico, debe comunicar esa belleza.

Ahora, no se percibe ni se comunica la belleza de la fe como un conjunto de verdades venerables que se acatan como si fuesen un fardo, y de las que no se puede renegar so pena de caer en herejía… La belleza de la fe se traduce para los fieles en una opción, en una vivencia asumida. Supone la conversión del corazón que necesariamente sucede al encuentro personal con Cristo, el Señor. Nos lo dice el Papa reinante en su primera encíclica: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida, y con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, n° 1, 25/12/2005).

El hombre es a la vez mente y corazón; debe abrirse al amor de Dios con encanto sin caer en las arbitrariedades del subjetivismo, ni aprisionarse tras las rejas de un estéril racionalismo. Recibir el don de Dios significa acatarlo para después retribuir y dar, pues el amor pide una respuesta. Esta es la clave de la revelación cristiana que hemos restringido a veces solo a verdades dogmáticas y a normas disciplinarias; ella es conciencia, por la vía de lo simbólico y de lo intelectual, que se vuelve conducta ¡Cuánta relación tiene la música y el arte – para referirnos a esos aspectos del testimonio cristiano – con la fe y con su intrínseca belleza! En realidad, hablar de belleza de la fe es casi un pleonasmo; por su originalidad, su coherencia, su sutileza, por su esplendorosa riqueza, la fe es bella.

La belleza de la fe también se transmite por la civilización

Pero ella no solo se comunica por corazones enamorados. También se trasmite por un conjunto de instituciones, de costumbres, de leyes, que la Iglesia ha ido asimilando, viviendo y codificando a lo largo de dos mil años, en un caminar en que lo antiguo y lo nuevo se dan la mano para avanzar juntos. Por eso no se puede subestimar a las leyes y a las normas que emanan de la Iglesia, como si fuesen ataduras que cortan el ímpetu del alma que quiere elevarse hacia Dios. Se trata precisamente de lo contrario: la norma y la ley ayudan a volar dando basamento al vuelo; son una guía, una pauta segura de inspiración que garante la ortodoxia. Son, ellas mismas, “yugo llevadero y carga ligera” (cf. Mt. 11, 30).

El arte sacro en sus diversas manifestaciones consonantes con las sabias normativas eclesiales, es un patrimonio precioso y vivo de ese “sentir con la Iglesia” que lleva al fiel a trasmitir la fe. Es como el marco que da cauce al sentimiento para que se traduzca en convicción. Y cuando la sensibilidad no acompaña – cosa que sucede frecuentemente – la normativa fija la mente en la vía segura, impidiendo relativizar la fe. Atención: no somos comunicadores de sentimientos ni insufladores de fervor. Somos sencillamente testigos convencidos y campo del accionar del Espíritu Santo que es el único santificador.

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Así siendo, no es indiferente que una melodía ejecutada durante una celebración litúrgica sea de una determinada manera, o que el altar o el ambón del templo estén en consonancia con los misterios celebrados. Signos y símbolos palpables significan y simbolizan lo divino, de sí tan inefable; son necesarios, indispensables. El aforismo “Lex orandi, lex credendi” es un principio básico de la teología litúrgica: “la ley de orar establece la ley de creer” o, dicho con otras palabras: “así como rezas, así crees” ¡Qué importante es la norma! ¡Qué fácil es desfigurar la fe!

En el mundo secularizado de nuestros días, las reglas para el culto divino y disciplina de los sacramentos debidamente respetadas y amadas (leyes, rúbricas y costumbres venerables) amparan y comunican la belleza de la fe”. Fin del artículo.

Un vehículo privilegiado para trasmitir la pulcritud de la fe es, por cierto, la liturgia eucarística. Por eso, cuando se valora lo que es la Misa, se concluye que la belleza deba ser un atributo infaltable en su celebración.

A la belleza de la fe se opone, antes que nada, el pecado, que ofende a Dios y desfigura la obra de la creación. Y, en un plano más operativo, cosas como la improvisación, la dejadez, la vulgaridad, el mal gusto, el protagonismo arrogante…

Hay quienes piensan que el empeño en la belleza se explica en históricas catedrales o santuarios que reciben muchos visitantes y también recursos, y no, por ejemplo, en humildes capillas de la selva Amazónica. No es así.

La belleza no supone riqueza ni mucho menos lujo, no es beneficio para algunos privilegiados, es una exigencia de primera necesidad para todos. Además, la promoción en educación y cultura – que va de la mano con la belleza – es un derecho humano que la Iglesia defiende en territorios de misión. La belleza bien concebida, más allá de lo meramente estético, como valor metafísico y con sus reflejos materiales, es una ventana abierta hacia lo trascendente… hacia Dios.

Las celebraciones eucarísticas no pueden ser heridas a golpes de pauperismo o de mediocridad; la liturgia no es propiedad privada del oficiante o del pueblo. Si un templo está descuidado o una Misa es celebrada de cualquier manera ¿en qué queda aquella aclamación de que se debe a Dios “todo honor y toda gloria”?

Por el P. Rafael Ibarguren, EP

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