viernes, 19 de abril de 2024
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Conversación y conversión

Dios ciertamente desea nuestro ayuno, pero de nada sirve si “devoramos” (cf. Ga 5,15) a nuestro prójimo con palabras mordaces.

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Redacción (06/03/2023 12:05, Gaudium Press) En la brisa de la tarde, Adán hablaba con Dios en el Paraíso (cf. Gen 3, 8). Creado a su imagen y semejanza, el hombre se dirigía a él por medio del diálogo, con la admiración y la confianza de un niño. La Sagrada Escritura no registra el contenido de estas conversaciones, pero podemos imaginar lo sublimes que fueron. Y el Altísimo dio tanta importancia al lenguaje oral que quiso hacer partícipe al hombre de su obra creadora, encargándole la tarea de nombrar a los animales (cf. Gn 2, 19-20).

Sin embargo, fue también por la palabra que la Serpiente atrapó a nuestros primeros padres, quienes recibieron, como castigo por el pecado, el mandato divino de volver a la tierra de la que habían sido originarios: “Con fatiga sacarás de él tu alimento todos los días de tu vida” (Gn 3, 17). Era entonces urgente la penitencia diaria, como forma de conversión a la primavera espiritual perdida.

Volver a Dios

Como es sabido, el origen de la palabra conversión se refiere a un retorno completo. En esta denotación, se puede decir que el primer hombre debe volver a Dios a través de las penalidades de la tierra, aun porque es polvo y al polvo volverá (cf. Gn 3, 19).

Durante la historia del pueblo elegido, Dios lo mantuvo siempre atento a su alianza (cf. Gn 17,4), invitándolos a un constante “regreso” a Él y amenazándolos en caso de prevaricación: “Sólo a ustedes los elegí entre todas las familias de la tierra; por eso les haré rendir cuenta de todas sus iniquidades” (Am 3, 2).

Desde el comienzo de su predicación, Jesús invitaba también a sus oyentes a la conversión, entendida como un completo cambio de mentalidad: “Convertíos, porque el Reino de los Cielos se ha acercado” (Mt 4, 17).

Sin embargo, para convertirse en un auténtico cristiano, no bastaba apenas con una entrega inicial. El Redentor quería establecer una alianza con sus discípulos a través de la socialización, especialmente a través de la conversación.

No sin razón, la palabra conversión tiene la misma raíz que conversación: conversación es también un “volverse”, concretamente hacia un interlocutor. Durante sus coloquios, Jesús enseñó usando parábolas, resolvió problemas, amonestó a sus oyentes; finalmente, señaló que la conversión es un ejercicio diario de relación “conversada” con Él.

Ojos al cielo

La más extraordinaria de las conversiones prueba el significado de este “regreso”: Saulo tuvo que ser arrojado literalmente al suelo para abrir los ojos a Aquel a quien una vez había perseguido; sin embargo, su conversión sólo se consuma por la “conversación”, es decir, por una relación íntima con el Salvador (cf. Gal 1, 12). Así, según revelaciones privadas dignas de consideración, Pablo pasó tres años en el desierto en comunión diaria con el Divino Maestro antes de convertirse en Apóstol de los Gentiles.

Por tanto, podemos concluir que Dios ciertamente desea nuestro ayuno, pero de nada sirve si “devoramos” (cf. Ga 5,15) a nuestro prójimo con palabras mordaces. Él también anhela nuestro arrepentimiento, pero quiere verlo traducido en un continuo cambio de vida, que fructifique en buenas obras. Además, espera de nosotros el silencio, no como una forma de “volver” a nosotros mismos –es decir, una “introversión”–, sino para volver nuestro corazón al diálogo confiado con Él.

Finalmente, quiere la penitencia como forma de volver a la tierra y reparar el pecado, pero sin que esto nos impida levantar la mirada al Cielo. En efecto, en la Patria definitiva ya no habrá necesidad de conversión, pues allí conversaremos eternamente con el Creador.

Texto extraído de la Revista Arautos do Evangelho n. 243, marzo de 2022.

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