miércoles, 08 de mayo de 2024
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En Nicaragua: ¿Ortega o la Iglesia?

Cuando Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, cerró la Universidad de los jesuitas en Nicaragua el 16 de agosto, eso hizo parte de una serie predecible de eventos.

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Redacción (, Gaudium Press) Cuando Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, cerró la Universidad de los jesuitas en Nicaragua el 16 de agosto, eso hizo parte de una serie predecible de eventos.

Las medidas severas de Ortega contra la Iglesia Católica se han intensificado desde 2018, cuando las protestas antigubernamentales dejaron más de 300 muertos. En la semana siguiente a la clausura de la Universidad Centroamericana (U.C.A.) en Managua, el gobierno de Ortega desalojó a los jesuitas de su residencia – la cual pertenece a la Compañía de Jesús, no a la Universidad – y suprimió efectivamente a la Compañía en Nicaragua.

Por más chocantes que sean esos actos, también son un juego directo del manual del dictador.

La esencia del totalitarismo es la eliminación de cualesquier competidores, para afirmar la autoridad. Los grandes enemigos de cualquier régimen injusto son la familia y el matrimonio, la Iglesia, los sindicatos y los cuerpos sociales que justifican su propia existencia y actividad separadas del Estado. Dichos cuerpos son el fundamento de una sociedad civil saludable, pero para un régimen injusto constituyen lugares de resistencia. Los Estados totalitarios modernos, con los beneficios de la tecnología y las comunicaciones masivas, con recursos económicos e ideologías absolutistas, tienen nuevas formas de ejercer el control sobre sus ciudadanos, eliminando los cuerpos sociales que median entre el pueblo y el Estado.

Así, cuando los jesuitas de Centroamérica condenan la “indefensión total” del pueblo, ese es trágicamente el punto de las acciones de Ortega.

Ortega ha mostrado su deseo de subyugar al pueblo a través de una multitud de actividades, ya sea eliminando a rivales políticos o exiliando a organizaciones extranjeras no-gubernamentales que prestan valiosos servicios a la población. Para Ortega, tales acciones valen el costo de una creciente desaprobación de su gobierno, porque su principal motivación es castigar a quienes no reconocen su autoridad y consolidar aún más su poder sobre el pueblo nicaragüense.

Esa es la razón por la cual la Iglesia Católica, en sus mejores momentos, ha sido una espina en el costado para los dictadores en el globo y a través de la Historia.

Muchos dictadores han perseguido a la Iglesia Católica en sus territorios, porque es una comunidad con principios, valores y un orden social que en últimas no depende de los gobiernos civiles por su origen o apoyo. La Iglesia ofrece un conjunto de criterios para juzgar a los gobiernos, independientemente de las ideologías reinantes. Ella también ofrece espacios para una potencial disensión y resistencia contra los regímenes, como en realidad la U.C.A. y los jesuitas nicaragüenses ofrecieron a los que protestaron contra Ortega.

En la medida en que el autoritarismo sea fundamentalmente “anti-verdad”, o busque dar forma a discursos que justifiquen su poder, entonces la mera existencia de la Iglesia se enfrenta a la razón de ser de la dictadura donde esta es más vulnerable: en su intento por remodelar la realidad.

La Compañía de Jesús ha tenido una historia complicada con políticas y políticos desde su fundación, y ha sido un extremo receptor de la ira dictatorial en muchos lugares y en diferentes momentos. La supresión vaticana de los jesuitas debida a la presión de gobiernos seculares desde 1773 hasta 1814, hizo parte de una campaña multinacional para aniquilar a la Compañía como fuente de oposición a las autoridades políticas centralizadoras en Europa, como (por lo menos percibido) agentes del Papado. Para muchos monarcas, la existencia de los jesuitas fue un freno a su capacidad para controlar a la Iglesia dentro de sus fronteras. La resistencia a los jesuitas llegó en parte por su naturaleza como una red transnacional: Un autócrata en Francia no podría esperar controlar a los jesuitas en territorio francés, una vez que ellos podrían pedir ayuda a los jesuitas de otros países o a Roma.

Al perseguir a la Iglesia Católica y expulsar a la Compañía de Jesús, Daniel Ortega está continuando con este terrible legado.

Pero, ¿funcionará?

Probablemente, no. A corto plazo, Ortega puede hacerle difícil la vida a los católicos, como en realidad lo ha hecho. Pero sus acciones contra la Iglesia tienen un precio para él. Muy pocos gobiernos autoritarios pueden darse el lujo de mantener una presión constante sobre la Iglesia Católica.

Por otra parte, Ortega está creando mártires. Si él es derrocado, no habrá duda de que en parte se deberá al papel que la Iglesia ha jugado en defensa de la justicia.

La historia de esos mártires es importante, porque ellos dan testimonio de la mentira del totalitarismo, de que el hombre es la medida de todas las cosas y que la política tiene la última palabra sobre la forma de la justicia y la legitimidad de la violencia.

No podemos apartarnos del ejemplo de santos como Thomas Becket o Edith Stein. Ellos no fueron meras víctimas de pretensiones arrogantes de poder, sino hombres y mujeres que se abrieron a la gracia de Dios y perseveraron frente a una terrible persecución, sustentados por la esperanza de que, unidos al Hijo de Dios en una muerte como la de Él, también podrían ser uno con Él en su resurrección.

Esa esperanza va mucho más allá de cualquier política. Pero, como los tiranos y dictadores admiten tácitamente una y otra vez, se trata de una esperanza con un poder enorme para la política. (Raju Hasmukh con informaciones de America Magazine)

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