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Iglesia católica: es preciso restaurar todo en Cristo

No el aggiornamento, sino la santidad es el mejor y más eficaz medio de apostolado.

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Redacción (19/09/2023 09:14, Gaudium Press) La Iglesia surgió del impulso evangelizador de su Fundador, Jesucristo, quien dio a los Apóstoles el poder de expulsar demonios, curar enfermedades y, sobre todo, anunciar el Reino de Dios (cf. Lc 9, 1-2).

El último discurso del Redentor a sus discípulos, como corolario de su misión, fue la contundente llamada al apostolado universal: “Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda criatura” (Mc 16, 15), subrayando que enseñasen “a todas las naciones” (Mt 28, 19). El Apóstol de los Gentiles insiste también en que el anuncio de la Palabra es una necesidad: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!” (I Cor 9, 16).

Los primeros mártires regaron con su propia sangre la naciente Iglesia, para hacer brotar los dulces frutos de la Civilización Cristiana. Posteriormente, santos como Agustín de Canterbury en Inglaterra, Bonifacio en Alemania y, tiempo después, Francisco Javier en el Extremo Oriente son ejemplos de apóstoles que, imbuidos de “audacia cristiana”, llevaron la Palabra a todos los rincones del mundo.

Sin embargo, es muy triste observar que tantos esfuerzos pasados fueron destruidos por “falsos apóstoles” (II Cor 11, 13), como en el caso de los cismas de Occidente y Oriente, así como la pseudorreforma protestante que se extendió especialmente en tierras de Bonifacio y de Agustín, a través del luteranismo y el anglicanismo. En contrapartida, la Providencia fue generosa al enviar santos excelentes como Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila, Felipe Néri…

Dos siglos después, la Revolución Francesa sólo pudo concretarse gracias a la colaboración crucial del clero apóstata, en particular del padre Sieyès. Después de apoyar la nacionalización de los bienes eclesiásticos, se unió a Luis Felipe de Orleans en la conspiración contra la nobleza y el propio clero, con el fin de destronar a Luis XVI y provocar así una persecución implacable de la Iglesia. En venganza, Dios levantó en el siglo XIX a luminarias de santidad como el Cura de Ars, Bernardette Soubirous o Catarina Labouré.

La era posmoderna es hija de los disparates del siglo XX, durante el cual hubo grandes momentos para la Iglesia, pero también períodos de propagación del sentimentalismo morboso y de ideas paganizantes en los movimientos litúrgicos, unidos a la laxitud y al comodismo en el ámbito religioso, tal como denunció Plinio Corrêa de Oliveira en la obra En defensa de la Acción Católica, en 1943. A esto siguió en Occidente un enorme éxodo de creyentes, como en Brasil, cuya población católica, antes mayoritaria, se ha reducido ahora a menos que la mitad.

Este fenómeno es lo suficientemente complejo como para ofrecer soluciones fáciles. Quizás la más frecuente sea la ingenua adaptación de la Iglesia al mundo, combinada con la suspensión de cualquier tipo de evangelización. Hay, sin embargo, una contradicción esencial entre la vocación de los apóstoles y el mundo (cf. Jn 15,19), aunque debemos actuar en el mundo, aprovechando nuestras propias herramientas, como el uso sabio de los medios de comunicación.

Por tanto, lo que la Iglesia necesita no son “reformas” desafortunadas, sino una restauración de todo en Cristo (cf. Ef 1,10). Ahora bien, esto se logra siempre a través de la santidad, el mejor y más eficaz medio de apostolado. Por tanto, antes de postular un constante aggiornamento de la Iglesia, conviene invocar su creciente y continua santificación: “Ecclesia semper sanctificanda”. Sólo así se cumplirá el mandato de Cristo de llevar el Evangelio a todos.

Texto tomado de la Revista Arautos do Evangelho, n. 261, septiembre de 2023.

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