Bogotá (Miércoles, 22-06-2011, Gaudium Press) Los vientos en favor de la legalización de las drogas soplan de tanto en tanto en las modernas ágoras de la opinión pública, pero en días recientes lo hacen con mayores bríos.
Legalizar -dicen los defensores de esas tesis- es la salida ante el fracaso de la represión, de los no resultados de la lucha global contra el tráfico, lucha desencadenada desde el famoso discurso de Nixon de 1971. Legalizar reduciría los costos de las drogas, permitiría su control estatal, y con ello tornaría menos atractivo su comercio. Legalizar disminuiría asimismo los egresos que los Estados emplean en la represión actual, costos que también se miden en vidas.
Algunos, más osados, no hablan solo de una legalización sino de una liberalización de todo tipo de drogas, fundados en un supuesto derecho de cada cual de hacer lo que le parezca con su existencia. Una vez más, allí está presente el necio individualismo reinante, llevado al paroxismo, desintegrador de la comunidad humana.
Vemos entretanto en todos esos alegatos recientes a favor de la legalización, muchos datos de orden económico, de producción -no completos eso sí-, pero pocas referencias al terrible drama del drogadicto. Y sobre todo, muy pocas proposiciones de una verdadera solución de fondo a ese siniestro flagelo, que como veremos, ya ha expuesto la Iglesia.
Recordemos antes que el desastre de una vida que se consume en la droga, trágico, no es solo el de la pobre víctima que va viendo como se torna progresivamente esclavo y pierde finalmente cualquier control sobre su ser, sino también el de su familia, que siempre se ve involucrada y afectada, y el de los demás grupos humanos con los que convive el drogadicto. La drogadicción es una verdadera tragedia social, que ha requerido y requiere un abordaje prioritario a nivel estatal e internacional. Y quienes propugnan de forma simplista por la legalización o la liberalización de las drogas dan la impresión de no tener siempre presente el horror y repudio que merece el oscuro drama humano de la drogadicción.
Digamos también, que en el pensamiento de Juan Pablo II, y en el de la Iglesia, la represión -y no la legalización- es un elemento legítimo y necesario en la lucha contra las drogas: «La droga es un mal, y ante el mal no son adecuadas las cesiones. Las legalizaciones, también parciales, además de ser al menos discutibles en relación con el tipo de ley, no producen los efectos que se plantean. Una experiencia común lo confirma. Prevención, represión, rehabilitación: estos son los puntos focales de un programa que, concebido y realizado a la luz de la dignidad del hombre, mantenido por las relaciones entre los pueblos, obtiene la confianza y el apoyo de la Iglesia (Insegnamenti di Giovani Paolo II, VII, 2, 1984, p. 349)».
La represión al tráfico de drogas tiene además un efecto pedagógico social, propio a todas las buenas leyes y buenas iniciativas punitivas legitimas del Estado: ellas enseñan que lo malo es malo y sigue siendo malo. Y destruir la propia dignidad en el consumo de drogas es malo. Hablar de un supuesto fracaso en la represión para proponer la legalización, es tan sinsentido como querer legalizar el robo en una sociedad donde se practique generalizadamente.
No obstante, y sin desatender la importancia de las múltiples iniciativas de rehabilitación que existen en el mundo, la palabra clave en la triada de la lucha contra las drogas referida por el Beato Papa polaco es la prevención. Pero en este punto, la Iglesia tiene también una visión diferente, mucho más amplia y profunda de la que normalmente circula por ahí.
Para la Iglesia, prevención en profundidad es, como explica el bioeticista italiano Lino Ciccone, «la que asume la compleja y difícil tarea de imprimir un auténtico cambio en el camino cultural de nuestra sociedad» (Bioética, 2006). En un contexto hedonista y materialista, «es necesario el compromiso de formar una sociedad nueva, a medida del hombre» (Juan Pablo II, Discurso a la comunidad terapéutica ‘San Crispino’, 27-IV-1984), donde se favorezca «una mentalidad nueva, esencialmente positiva, inspirada en los grandes valores de la vida y del hombre. (…) Cultivar esos valores es el secreto para quitar el terreno a la cizaña de la droga» (Juan Pablo II, Discurso al VIII Convenio Internacional de las Comunidades Terapéuticas, 7-IX-1984). El Papa Wojtyla constataba que el problema de fondo eran los muchos, que en un mundo que iba perdiendo el sentido de vida, errantes, buscaban su horizonte y fin en el placer seductor y esclavizante de las drogas.
En el mismo discurso al Convenio Internacional de las Comunidades Terapéuticas en 1984, el Pontífice polaco definía, de una manera lapidaria, palabras más palabras menos, que solo en el cristianismo bimilenario el hombre de nuestros días podía encontrar la solución al grave problema que progresivamente carcome la civilización moderna:
«Los ideales simplemente humanos y terrenos (…), a pesar de tener una importancia fundamental, (…) no siempre, por diversos motivos contingentes, consiguen dar un significado completo y definitivo a la existencia. Resulta necesaria la luz de la trascendencia y de la revelación cristiana. (…) La convicción serena de la inmortalidad del alma, de la resurrección futura de los cuerpos y de la responsabilidad eterna de los propios actos es el método más seguro para prevenir el terrible mal de la droga, para curar y rehabilitar a sus pobres víctimas, para fortificar en la fortaleza en el camino del bien».
No es solo retomar los valores meramente humanos. Es simplemente y sobre todo volver a Cristo. Tarea que ocupó a una civilización cientos de años, pero enteramente posible con el mismo auxilio de Dios.
Por Saúl Castiblanco
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