“Buscaba en estos días unas buenas vidas de personajes históricos —cansado de las vilezas de los Putin y de los Biden…”
Foto: Jonathan Francisca en Unplash
Redacción (04/12/2024, Gaudium Press) Cada vez me convenzo más de que el ateísmo, sea el raro explícito cuanto el abundantísimo práctico, es solo una excusa: Excusa para no pensar en Dios y en sus exigencias, pues sus requerimientos y mandamientos nos incomodan, nos interpelan, y muchos optan por mejor no pensar en ello, alejarse del asunto como de gripe infecciosa.
Buscaba en estos días en la biblioteca unas buenas vidas de personajes históricos —cansado de las vilezas de los Putin y de los Biden, también de la pobreza humana de los folclóricos personajes públicos de mi país— cuando tuve la fortuna de hallar en el sistema dos obras que pintaban muy bien. Una era una biografía del Gran Capitán, don Fernando González de Córdoba, y otra un resumen de la historia de los tercios españoles de Flandes, escrita por expertos en táctica militar. Pero justo cuando los iba a prestar se presentó un inconveniente técnico con mi cuenta, por lo que debí hacer la visita a un dependiente de informática, hombre con el que ya había conversado antiguamente y que se destaca por su gentileza y buena disposición.
Rápidamente la conversación se encaminó hacia temas no técnicos.
—Mire, le dije a cierta altura, cada vez creo más que nací en el siglo equivocado. Vivo en un barrio gracias a Dios tranquilo, con zonas verdes agradables, pero de casas padronizadas, medio estilo americano y de ladrillo simplón y eso me aburre. Y cada vez que vengo al centro, vuelvo a encantarme con las construcciones antiguas, que sí tienen alma, con los recovecos de avenidas no planeadas sino adoquinadas de forma consuetudinaria por el paso del tiempo, con la rica variedad de rostros en los que puedo contemplar las psicologías detrás. En el centro se me narra y convivo con la historia centenaria de mi pueblo, me encanto con sus arcos y columnas, con las cornisas trabajadas, con las iglesias llenas de pátina, de retablos de pan de oro y santos de madera policromada. Y entonces me pregunto si no sería mejor vivir acá, incluso a pesar de la inseguridad.
—Lo que ocurre es que el ser humano es el eterno inconforme… me replicó el amable funcionario.
—Explíquese.
—A mí también me encanta el centro, y me gusta mucho trabajar aquí. Durante varios años viví en este barrio, pero en cierto momento me sentí ahogado, y me mudé a las afueras de la ciudad, justamente a buscar el verde. Y aún no me arrepiento de esa decisión, aunque gaste todos los días hora y media de mi tiempo en llegar hasta la biblioteca. Sin embargo, cada tanto me dan añoranzas de cuando vivía por acá, con su facilidad de museos, los cafés, la arquitectura… En fin, ese es el ser humano, el eterno insatisfecho…
—Tal cual. Y esa es justamente una de las pruebas de la existencia del cielo y de Dios…
—Ahora explíquese usted.
—Es relativamente simple. Eso que usted apunta es de las cosas más profundas de la psicología humana. El hombre lucha para conseguir algo, y a veces da todo por ese algo que considera muy valioso, y que le aportará la añorada felicidad. Pero hallado ese algo o entrado en posesión de ese algo, poco después empieza a desear otra cosa y otra cosa, o vuelve a tener deseos de algo que ya poseyó y que lo había hastiado.
—En este mundo nada llena por entero…
—Sí, pero justamente ahí se torna evidente ese deseo humano de felicidad total, completa e infinita, que nada en esta tierra satisface. Entre tanto el hombre sería un completo absurdo esencial y existencial, un ‘absurdo de fabricación’, si ese deseo, tan básico y poderoso, no fuese en algún momento satisfecho. El deseo de felicidad humano termina siendo así una prueba de la existencia del cielo, donde se encontrará la alegría perfecta, y termina siendo en el fondo una prueba de la existencia de Dios…
Los ojos de mi interlocutor brillaron un poco y quedó por unos instantes pasmado. Tuve la certeza que había sentido en la piel la fuerza del argumento psicológico.
Pero entonces ocurrió algo frecuente, que puede ser el simple respeto humano de hablar de estos temas, o el abierto rechazo a elevarse a esas cumbres, donde el alma se empieza a encontrar con su Hacedor, quien le responde, lo consuela, pero también lo interpela: buscó rápidamente cambiar de tema.
No sé si mi contertulio era de los primeros del respeto humano o de los segundos del ateísmo práctico.
Lo que sí sé es que cada vez más me convenzo, que el problema no es darse cuenta de que Dios existe. El problema es cuando nos damos cuenta de que Dios exige.
Pero olvidarnos de Dios no conlleva que Dios se olvide de nosotros, ni que lo podamos obviar, sobre todo cuando nos enfrentemos a su justo Tribunal.
Por Saúl Castiblanco
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