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La honra de cargar la Cruz del Cordero de Dios

Redacción (Miércoles, 21-11-2019, Gaudium Press) Subiendo el camino rumbo al Calvario, cargando la Cruz sobre los hombros, el Redentor sentía tales dolores y cansancio que cayó por tres veces. Entonces, los verdugos «tomaron a un cierto Simón, de Cirene, que volvía del campo, y lo mandaron cargar la Cruz atrás de Jesús» (Lc 23, 26).

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Una mirada plena de afecto

Sintetizamos a seguir los comentarios hechos por el Dr. Plinio Corrêa de Oliveira, sobre esa escena.

Debemos imaginar al Cireneo como un hombre flaco, pobretón, que andaba despreocupadamente, pensando en las pequeñas cosas de la vidita suya.

De repente se deparó con un tumulto gritando: «¡Mátalo! ¡Crucifícalo!» Y al oír unos gemidos, pensó: «¡Qué voz armoniosa, parece una música! ¡Qué contraste con las voces horrorosas de esos individuos que gritan contra él; que gente mala! ¡Estoy con ganas de tomar partido y de ayudar a ese hombre, el cual gime de un modo tan celeste! ¿Quién será ese hombre?»

En cierto momento él ve un hombre de treinta y tres años con los largos cabellos desalineados, goteando sangre, el rostro cubierto de contusiones que lo tornaban azul en un punto y en otro, con la nariz naturalmente arqueada, quebrada por un golpe brutal, con la cabeza coronada de espinas, con una Cruz pesadísima en la espalda, que Él arrastraba penosamente.

Simón quedó horrorizado y se preguntó: «Pero en la vida, ¿hay tanto dolor así? ¿Nunca pensé que eso le pudiese ocurrir a alguien, y de repente no puede sucederme a mí?»

El demonio susurra: «¡Huya! ¡Huya!» Pero un ángel dice: «¡Quédate aquí, hay alguna cosa para ti!» Uno de los soldados romanos lo vio en esa indecisión y le ordenó brutalmente:

– ¡Tome la punta de la cruz!

Los romanos dominaban la Tierra Santa y era preciso obedecerlos. Para evitar mayores complicaciones, Simón Cirineo decide cargar la Cruz.

Jesús, entonces, lo mira. Y Simón percibe que aquella mirada lo penetra completamente. El Cirineo era un hombre casado, poseía hijos, algunos de ellos pequeñitos, tuvo buenos padres y relaciones de familia comunes, como había en aquel tiempo.

Pero él se siente objeto de una mirada como nunca nadie lo miró así.

Él sentía que esa mirada le penetraba en el fondo del alma, y era de alguien que lo conocía antes mismo de él nacer, sabía quién era y quién había de ser.

Una mirada extraordinaria, que lo envolvía de un afecto como nunca nadie había tenido con él. Él se sintió comprendido en sus peculiaridades y percibió que aquella mirada conocía su vida entera, todos sus dolores, y que tenía pena de él.

Una bondad envolvente rasga su alma

El Cirineo, habiendo tomado la cruz, la sangre caliente que escurría le tocó en las manos, y él se sentía medio envuelto en aquella tragedia, cada vez más atraído por ella.

Pero el miedo procede por golpes y, en determinado momento, él dijo al romano:

– ¡Yo no quiero continuar!

– ¡Si no cargas, te golpeamos!

Él, entonces, malhumorado toma la cruz y prosigue. Y un diálogo mudo se establece entre el Hombre-Dios y el Cirineo. El Redentor decía a él:

– Hijo mío, es por ti que yo sufro. Usted me ve en el auge del abandono, la desgracia, en el último punto del desprecio de los hombres, pero míreme, note que misteriosa grandeza hay en mí. Qué bondad envolvente, la cual toca su alma como un buen médico toma una llaga para en ella poner un ungüento.

¿Usted no percibe que está sufriendo físicamente con el peso de mi cruz, pero que su alma está sintiendo una ligereza como nunca sintió?

¿No está percibiendo que un horizonte nuevo se pone para usted?

Eso dio fuerzas al Cirineo para que ayudase a Nuestro Señor a cargar la Cruz hasta la cumbre del calvario.

Los verdugos dijeron a Jesús:

– ¡Pon la cruz en el suelo!

Él, humilde y bondadosamente, colocó la cruz en el piso y al Cirineo que lo ayudaba lo miró con una mirada de reconocimiento. Fue la última mirada que Él dio para Simón. El Cirineo percibió que los romanos ya no estaban pensando en él y se alejó.

Nuestra Señora le dijo: «¡Mi hijo!»

Viendo allí un grupo de mujeres, de las cuales una ejercía sobre él una atracción parecida con la producida por aquel Hombre, el Cirineo preguntó:

– ¿Quién es aquella?

– Es la Madre de Él – respondieron.

– ¿La madre de él? Pero eso para mí vale más que una reina, una emperatriz, más que todo el mundo. ¡Qué honra ser madre de ese hombre inocente, pleno de sabiduría!

Después de la muerte de Jesús, el cielo oscureció, la tierra tembló, sepulturas se abrieron y de ellas salieron justos del Antiguo Testamento que causaron pánico en los malos.

El Cireneo quiso hablar con aquella Señora, pero no osó, tal era la pureza que veía en aquella Dama. Tiraron de la Cruz el Cuerpo sagrado de Jesús, lo ungieron sobre su regazo y se organizó un cortejo para llevarlo a la sepultura. Junto a Ella estaban San Juan Evangelista, las santas mujeres, Nicodemo, José de Arimatea.

Simón no tuvo coraje de acompañarlos, pero cuando el cortejo se aproximó aquella Señora posó sobre él una mirada de bondad y le dijo apenas dos palabras: «¡Mi hijo!»

«Gané el día – pensé él -, gané la vida, estoy perdonado, voy para casa.»

En su residencia, el primer cuidado que él tuvo fue de cambiar de túnica, tomar la usada y besarla con reverencia; era su primer acto de adoración. Él habrá pensado:

«Ese Hombre es Dios.»

Fue su primer acto de Fe, de adoración.

Que la Virgen nos conceda la gracia de llevar nuestra cruz con ánimo y alegría, queriendo ardientemente la glorificación de la Iglesia, tan golpeada por las infamias que contra ella se cometen.

Por Paulo Francisco Martos

(in «Noções de História Sagrada» – 216)

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1- Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Provações e glórias do Cireneu. In revista Dr. Plinio, São Paulo. Ano XX, n. 229 (abril 2017), p. 24-30.

 

 

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