viernes, 29 de marzo de 2024
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Las fuentes que sacian la sed de sublimidad

Redacción (Martes, 26-07-2011, Gaudium Press) El hombre fue creado con una alta finalidad, la bienaventuranza – contemplación directa de Dios -, y «para anticipar en alguna medida este objetivo ya en esta vida, él debe progresar incesantemente hacia una vida espiritual, una vida en diálogo con Dios», [1] buscando la perfección a la que el Señor llama (cf. Mt 5, 48), y asemejándose cada vez más al Modelo Divino.

Entretanto, cabe también a los hombres cooperar con el Creador en el perfeccionamiento de la creación e imprimir en los elementos de esta tierra, el carácter espiritual que ellos mismos recibieron. A lo largo de los tiempos hicieron maravillas.

Salieron de sus manos obras de arte esplendorosas: pinturas, esculturas, catedrales, jardines… Se encuentran por todo el mundo obras de gran valor histórico, cultural y artístico inspiradas en valores metafísicos que continúan deslumbrando a repetidas generaciones.

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Siendo así, de acuerdo con Dr. Plinio Corrêa de Oliveira, el hombre tiene necesidad de fijar la atención sobre determinadas escenas de lo cotidiano, sean ellas un paisaje, un monumento o un evento social, entre muchas otras, extrayendo sus propias conclusiones, tomando de la observación o de aquello que los sentidos le indican, conclusiones que podrán pasar por la impresión que tenga de que algo es verdadero o falso, bueno o malo, y ante esto, deducir una serie de principios. Siendo profundamente comunicativo, el hombre transmitirá de alguna forma las impresiones que las cosas le causan, esto es, comunicará lo que le va en el alma, hablará de la abundancia del corazón, y esto conducirá también al servicio, pues, el hombre, por su propia naturaleza, sirve aquello que ama. [2]

Es patente la necesidad de que el alma humana entrar en contacto con múltiples objetos externos, sin descuidar aspectos como la belleza, la sublimidad y lo sagrado. Sin embargo, el hombre podrá elevarse a un acto de alabanza a través de la contemplación o rechazar esta elevación de alma y detenerse en la fruición egoísta y circunscrita del ser que tiene delante de sí. Esto trae como consecuencia el realce de la materia y la negación de las relaciones de aquello con el Ser absoluto. [3] Esta hipotética carencia llevaría al alma a un operar tan defectuoso y resultaría en un tal desequilibrio que el hombre correría el riesgo de atrofiar sus potencias. [4]

Sintiendo la necesidad de salir de la rutina y la monotonía de sensaciones que le puedan ser causadas, inclusive, por un trabajo cotidiano y repetitivo, se comprenden múltiples formas lícitas de ocio y entretenimiento que le puedan ser ofrecidas.

Aquí entra el importante papel del Estado en el ofrecimiento de alternativas formativas que permitan al hombre disfrutar de lícitos placeres y atracciones. Aunque éstos jamás puedan suplir la necesidad espiritual, inherente al hombre por fuerza de la atracción ejercida por Dios y nunca substituida por cualquier otra actividad que no comprenda este aspecto, como la participación en la eucaristía dominical. Es en Cristo, fuente de agua viva, que el hombre sacia su sed, mientras las otras solo temporariamente satisfacen y no conducen a la vida eterna (cf. Jn 4, 10-15).

En este sentido, el orden espiritual puede ser un poderoso aliado del temporal, cuando se trata de imprimir a los objetos salidos de manos humanas un carácter de verdadero, bueno y bello. Una sociedad edificada sobre tales pilares, que favorezca este florecer metafísico en el hombre, sería fruto de una armonía y concordia entre la esfera civil y religiosa, una vez que la Iglesia no retira a la sociedad temporal nada de lo que le es propio; al contrario, sublima, conforme certifica la constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II: «[La Iglesia] no substrae cosa alguna al bien temporal de ningún pueblo, sino, al contrario, fomenta y asume las cualidades, las riquezas, las costumbres y el modo de ser de los pueblos, en la medida en que son buenos; y asumiéndolos, purifícalos, fortalécelos y elévalos» (n. 13).

Vemos así que la Iglesia tiene algo que decir a esta sociedad, que la religión abre nuevas fronteras y visualizaciones, sobre todo cuando los hombres deciden cooperar con la voz de la Gracia. Se comprende así el consejo dado por Juan Pablo II: «Vosotros, sobre todo, hombres y mujeres de la cultura, el arte y la política, debéis sentir la religión como vuestra aliada. Ella se encuentra a vuestro lado para ofrecer a los jóvenes serios motivos de compromiso. De hecho, ¿qué ideal es capaz de movilizar para la búsqueda de la verdad, la belleza y el bien más que el credo en Dios, que abre la mente, de par en par, a los horizontes inmensurables de Su suma perfección?».[5]

De esta forma, el Evangelio y la tradición cristiana pueden y deben ofrecer a los hombres de hoy un enriquecimiento impar, que marque no solo el campo de la cultura, la enseñanza y las artes, sino que impregne todos los otros aspectos, de tal forma que represente un testimonio de Aquel que es la Bondad, la Verdad, y la Belleza. Y en esta contribución, conforme la exhortación Christifidelis Laici, todo cristiano debe empeñarse, transmitiendo y siendo testigo de las «originales riquezas del Evangelio» (n. 44).

Por el Diac. José Victorino de Andrade, EP

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1 BENEDETTO XVI. Udienza Generale: Mercoledì, 29 ago. 2007. In: Insegnamenti, III, 2 (2007). p. 174. (Tradução nossa).
2 Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Notas para a Conceituação da Cristandade. Década de 50. p . 7.
3 Loc. cit.
4 Cf. Ibid. p. 8.
5 JOÃO PAULO II. Viagem Apostólica ao Azerbaijão e à Bulgária. Baku, 22 de Maio de 2002. 22/05/2002. In: Insegnamenti. Vaticano: Editrice Vaticana, 2004. Vol. XXV, 1. p. 847. Traducción nuestra).

 

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